A casi cien años del asesinato del General Álvaro Obregón el 17 de julio de 1928 en el restaurant “La Bombilla” en San Ángel en la Ciudad de México, mientras la orquesta típica de Esparza Oteo ejecutaba “El Limoncito”, la figura del invicto divisionario sonorense continúa generando polémica y sentimientos encontrados.
Obregón fue un hombre de luces y sombras, de inteligencia avezada, enorme talento político y militar, de una visión clara del ejército y del Estado Mexicano que debían surgir como un ave fénix tras la lucha armada, de una simpatía y carisma arrolladoras, pero también de un talante férreo e implacable, que quedó de manifiesto con la muerte trágica no solo de sus adversarios políticos y militares, sino de sus potenciales competidores en la lucha que lo llevó a ser la cabeza de la facción sonorense que hasta la llegada del general Lázaro Cárdenas a la presidencia en 1934 fueron el partido triunfante de Revolución Mexicana. Lucha que tornó de ser el primer gran movimiento social del siglo XX a una lucha franca, abierta y sin cuartel entre sus actores para hacerse de la silla presidencial, nuestra versión republicana de un trono imperial.
Obregón perteneció a esa estirpe de rancheros acomodados del norte del país, herederos de los criollos y muy distantes del México indígena y mestizo del sur. Fueron hombres que le ganaron tierra al desierto e hicieron de sus parajes, en este caso Sonora, un paraíso agrícola. Sin embargo, esto no los eximió de penurias económicas, Obregón muy dado a los chistes y anécdotas, no perdió oportunidad para compartir que cuando fue niño y hubo queso gruyere en su casa, a él solo le tocaron los agujeros.
La ruda vida en los campos sonorenses, obligó al joven y bien plantado Álvaro a consolidarse como un talentosos comerciante y agricultor, tareas que lo tuvieron tan ocupado que no se incorporó a la lucha maderista, primer periodo de la revolución, incluso llegó a manifestar que el único pecado de Don Porfirio fue haber envejecido. El alzamiento Orozquista fue el punto de partida de una invicta carrea militar, organizó a yaquis y peones para batir con éxito a los rebeldes e incluso el propio Victoriano Huerta se fijó en su personalidad llegando a decir que Obregón era un jefe que prometía.
A partir de ese momento, Obregón fue imparable, sin haber asistido a una academia militar o tener antecedentes castrenses en su familia, se consolidó como la primera espada de la revolución, acogió a Carranza cuando llegó a Sonora tras proclamar el Plan de Guadalupe y para liderar la exitosa Revolución Constitucionalista, se convirtió en Comandante del poderoso Cuerpo de Ejército del Noroeste pero también se dio tiempo para la política, ganándose el favor del Primer Jefe, asumiendo el liderazgo de los sonorenses, y temeroso pero previsor de que la estrella de Felipe Ángeles lo opacara, lo “grilló” hasta lograr literalmente lanzarlo a la División del Norte Villista.
El Cuerpo de Ejército del Noroeste, a través de sus ocho mil kilómetros de campaña, como Obregón tituló sus memorias, avanzó imbatible hacia el centro de México, derrotando a las fuerzas federales a su paso. Obregón representa uno de los raros y escasos referentes de jefes militares en la historia que jamás perdió una sola batalla, ni siquiera una escaramuza. Con sus tropas victoriosas alcanzó Teoloyucan, en las goteras de la Ciudad de México donde obtuvo la rendición del Ejército Federal y el triunfo del Constitucionalismo.
Después de la victoria sobre Huerta, sobrevino el rompimiento de los revolucionarios y la división entre constitucionalistas y convencionistas, Villa parecía imbatible, pero Obregón lo derrotó en las batallas en el Bajío en 1915, coronando su estrella militar, pero a un costo personal muy alto, la pérdida de su brazo derecho. De ahí fue Secretario de Guerra y Marina con el presidente Carranza, a partir de entonces la historia es conocida, renunció al cargo para ser candidato a la presidencia, Don Venustiano no lo apoyó, se rebeló, vino la trágica muerte de Carranza y su ascenso al poder entre 1920 y 1928.
La relación de Obregón con Cuernavaca, es escasa, casi nula, se remite solo a dos momentos, sin embargo, coincidentemente definitorios en su vida y destino, pues ambos momentos asociados a la eterna primavera fueron la antesala de los dos episodios de mayor poder en su carrera militar y política. El primero de ellos, el menos conocido, se dio en mayo de 1920, cuando tras huir de la Ciudad de México a Guerrero y ser salvado por Fortunato Maycotte, al darse ya la salida del presidente Carranza hacia Veracruz, Obregón triunfante regresó a la capital, a su paso se detuvo en Cuernavaca y es famosa una fotografía donde se ve al Caudillo arengar desde los balcones del Hotel Bellavista al pueblo que lo vitorea. Este momento fue la antesala de su llegada a la presidencia en 1920.
El segundo momento, menos heroico y más cruento se dio en octubre de 1927, cuando Francisco Serrano, su antiguo colaborador y cuñado de su hermano, era su adversario en la campaña presidencial en la cual Obregón buscaba la reelección. Serrano y unos acompañantes llegaron a Cuernavaca, todo indicaba preparaban una rebelión al no existir garantías de una elección limpia.
Entonces fueron apresados en la capital morelense, con la orden de ser conducidos ante el presidente Calles, contrario a lo anterior, los prisioneros fueron ejecutados en Huitzilac por Claudio Fox quien recibió la orden de Obregón. Esta es una de las paginas negras que sus detractores achacan al caudillo invicto, Sin embargo, en ese momento la acción representó un triunfo para Obregón y le allanó el camino sin obstáculo alguno para por segunda ocasión alcanzar la silla presidencial, lo cual al final no se materializo pues lo que no lograron sus adversarios políticos y militares, lo consumó José de León Toral, el joven fanático católico que asesino al General de División Álvaro Obregón Salido, presidente electo de la república, el 17 de julio de 1928.