CUENTO
Érase una vez un señor que había tenido treinta hijos, y a todos los había matado. Su esposa nunca le había podido impedir su actuar, porque él había logrado convencerla, en gran parte, de que lo que hacía era la más grande prueba de amor hacia ellos.
El señor llevaba más de veinte años esperando ver a su hijo perfecto, pero éste simplemente no llegaba, así que él seguía y seguía intentando concebirlo con su esposa. Pero entonces ella le decía:
-¡Ya estoy cansada!
-Pero es que ¡no entiendes! -le respondía él-. Nuestro hijo debe ser perfecto, o de otra manera no llegará a ser nadie en esta vida. Luego añadía-: Si es chaparro se burlaran de él, si es muy alto, también. Si es mediano pasará desapercibido, ¡y nadie se fijará en él! Mujer, ¡este mundo está loco!, así que yo he decidido ganarle. He decidido estar más loco que él. Por lo tanto, seguiré matando a nuestros hijos hasta que nazca uno que sea perfecto…
Los años fueron pasando, y la pobre esposa del señor loco daba a luz a un niño ¡una vez al año! Cuando la criatura nacía, si era niña, el señor no tenía que molestarse en ver si tenía alguna anomalía, porque el hecho de que fuese niña bastaba para tener que matarla. Y los años volvieron a pasar…
-Pobre mi marido -decía la señora-. Tal vez y se cayó de su hamaca cuando era niño.
La esposa del señor no estaba loca como él, pero a él ¡sí que se le botaba la canica!
Un día, cuando ella supo que estaba otra vez embarazada, decidió no decírselo a su marido. Luego entonces empezó a idear un plan para dar a luz al niño, y crecerlo, a como diese lugar.
-Sea niño o niña, aun si nace mongolito, no lo mataré -se prometió ella-. Porque ya estoy harta de las barbaridades de ese viejo loco, harta sobre sus ideas de un hijo perfecto.
Pronto los nueve meses pasaron, y la señora dio a luz a un niño. Durante todo este tiempo, ella se las había ingeniado para ocultar su enorme barriga. El tiempo pasó volando, y el niño creció. Para salvarlo de su padre, su madre lo llevó a casa de una de sus amigas para que ella lo cuidara… Pronto el niño cumplió la edad para ir a la escuela secundaria.
En la escuela primaria todo había ido de maravilla. Nadie se había burlado de él. Porque su madre todos los días lo maquillaba. Hasta que un día el niño rehusó a que ella lo hiciera.
-Por primera vez en mi vida, madre. ¡¿No podrías dejarme ir sin maquillarme?!
-Pero es que, hijo -ella trató de explicarle-. Si te vas así, se podrían burlar de ti.
-¡Pues a mí no me importa! -contestó el niño-. Y si lo hacen no me ha de importar, porque tú me amas. ¿No es así, madre?
-Oh, ¡claro que sí, hijito! -ella rápidamente le respondió. Luego lo besó.
-Pues no se diga más. Hoy me voy sin maquillaje.
Cuando el niño llegó a su escuela, sucedió lo que su mamá temía. Muchos jóvenes al verlo se empezaron a reír y a burlar de su aspecto -tenía mal de pinto-, pero él no se inmutó, ¡ni un poquito! Porque enseguida recordó que tenía a alguien que lo amaba sin condiciones de ningún tipo. Y este alguien era su madre.
Y su padre jamás lo sabría: que la perfección es invisible a los ojos.
FIN.
ANTHONY SMART
Mayo/22/2017