De memoria
Caros Ferreyra
Lo platico como lo recuerdo, seguramente en mi primera comisión reporteril años iniciales de la década de los 60, hacía mis pininos en la revista Sucesos, de Gustavo Alatriste, dirigida por Raúl Prieto y Río de la Loza, más popular como Nikito Nipongo.
Recorría los campos reseros de Irapuato, donde por su escasa estatura, aprovechaban, o explotaban la mano de obra de niños de cuatro, quizá cinco años de vida.
Al llegar a cierto poblado, un caserío de hecho, me refugié en un jacal donde vendían comida, tortillas de auténtico nixtamal, perfumadas, suavecitas; un trozo de pollo frito con deliciosa manteca de puerco y como remate, aromáticos frijoles y salsa picante de sabor y olor a cilantro.
Suena raro, pero ese banquete nunca lo he olvidado. A la entrada de la modesta vivienda, un hombre muy viejo miraba pasar el tiempo sentado en una silla recargada en el marco de entrada.
Pensé que ese señor, por su edad, conocería vidas y milagros de los explotadores de infantes. Se lo digo así y agregó que me parece una triste historia.
—Aquí hay mucha tristeza, hay hambre y los ricos se aprovechan de nosotros los pobres.
Al parecer tenía ganas de platicar. Los demás lo miraban y con cuidado, como si fuese un enfermó contagioso, entraban con la espalda a la pared.
Una afortunada imprudencia me marcó el rumbo de la charla. Le comenté lo que estaba viendo. Respondió sin cuidarse de lo que decía y de quienes, pocos, lo escuchaban.
—Déjeme contarle. Estuve casado mucho tiempo. Mi mujer ya era mayorcita, como era yo, por lo que siempre supimos que no tendríamos hijos.
“Mi mujer estaba empeñada en tenerlo. Así corrió el tiempo y un buen día se apareció con un recién nacido en los brazos. No dije nada aunque pensé que no podría ser regalo de Dios”.
Al poblado había llegado una jovencita, casi una niña, que su padre enviaba para ocultar la consecuencia de un mal paso, virtualmente la dejaron abandonada a su suerte o pala caridad de sus semejantes.
La jovencita preñada era muy rubia y tenía unos ojos que parecían canicas de agüitas.
Nadie supo cuándo nació el pequeño, pero la madre desapareció. Hubo versiones de que a su padre se le había movido el corazón y la llevó de regreso a su hogar.
Un día apareció el padre de la pequeña madrecita. Nadie le supo dar razón del paradero de la niña y su vástago pero el sujeto tampoco mostró interés por averiguarlo. Estuvo muchas horas, platicó con todos y volvió a su lugar de origen.
—Somos pobres y muy ignorantes, pero supimos lo qué pasó, sin que alguien nos lo contara.
Creció el niño, güero como el sol en tierra de prietos. Era un buen niño que adoraba a su madre y no entendía la actitud ausente de su padre, casi de rechazo.
Pasó más tiempo, la madre enfermó gravemente y el inefable y poco consciente cura del lugar, le dijo que sólo pidiendo perdón por sus pecados, encontraría el descanso eterno al lado del Señor.
La mujer llamó a su hijo que la escuchó y en un arranque de furia la mató. Salió del cuarto con pasos vacilantes le pidió perdón a su padre y luego se perdió en los antros en los que bebía hasta caer casi agonizante en las calles de la ciudad vecina.
Nadie buscó su castigo que, señalaban, sólo Dios podía decidir.
—Mi mujer mató a la madre del niño para quedárselo. En su confesión que también fue su final, no quiso revelar dónde la había enterrado.
Desesperado por saber que otra mujer lo había dado a luz, enloqueció. La gente así lo entendió y lo perdonó.
Nadie supo de su final ni cuándo ni en dónde…