RODOLFO VILLARREAL RÍOS
Hace mucho tiempo, erase que se era en un país esperanzado siempre en que arribara a quien, perenemente, esperan para salir de todos sus problemas. En esas estaban cuando sus habitantes, cual infante en la Navidad o en el día de reyes, decidieron apostarle a la ilusión y fueron presa de ella. Aquello, debemos aclararlo, no fue producto de la nada, una mano piadosa, y bien cargada de razone$, se encargó de vender la quimera. Vayamos al texto que dio pie a la creencia de que a quien tantas veces se anunciara, por fin, llegaba. Solamente, era cosa de reconocer que podría resolver cuanto mal existiera y enderezar todo lo que estuviera torcido.
El argumento iniciaba así: “Esta es una proposición con la cual todos convienen. Amigos y enemigos de las instituciones federales, todos claman por un hombre que venga a realizar sus miras y esperanzas. Los primeros, para que defienda esas instituciones que peligran; los segundos, para que les dé el último golpe, y las reemplace con otras”. Y como quien empuñaba aquella pluma no andaba con pequeñeces y estaba convencido de la grandeza de su país y del hombre que tenía como su gallo para revertir todos los males, decidió incursionar a lo grande al afirmar: “En todos los casos de la vida del mundo, de las sociedades y los individuos, un hombre es necesario.
Desde la redención del género humano hasta el más ignorado infortunio de la más humilde criatura, siempre ha sido evidente la necesidad de un hombre que redima, que ampare, que consuele, que tienda una mano amiga y protectora al que sufre”. Pero antes de entrar a describir las características que debería de reunir, nunca estaba de más colocar el marco de referencia en donde se ubicaría.
En ese contexto, apuntaba: “Para redimir al género humano, el Hombre-Dios; para rescatar al pueblo judío, Moisés; para detener al fiero Atila, San León Magno…” Acto seguido, el escribiente decidió dar un salto a tiempos más cercanos y empezó señalando que “la Francia necesitó un hombre para echar por tierra el reinado de terror que la desangraba; vino Napoleón y la salvó”. Esa misma nación necesitó “un hombre para dar muerte al socialismo que la perdía; Luis Napoleón la salvó”.
Asimismo, “la América del Norte necesitó un hombre que constituyera un pueblo independiente; Washington lo hizo”. Por su parte, “la América del Sur tuvo necesidad de otro, que le diera leyes y consolidara su ser político Bolívar llevó a cabo la grande obra”. Una vez cubierto el terreno universal, optó por ir a su terruño.
Empezaba por reconocer, recordemos esto es una reproducción de algo escrito por un tercero, que “el genio del mal ha soplado la hoguera de nuestras discordias; hoy que vemos pobre y miserable a una nación que pudo ser poderosa y rica; hoy que no nos queda nada de cuanto teníamos, porque las malas pasiones han matado la nacionalidad y el sórdido egoísmo nuestros recursos; hoy que no vemos en el interior sino anarquía y en el exterior, ignominia y vergüenza; hoy [se le necesita]”.
Debe de ser alguien “de cabeza privilegiada que comprenda las necesidades del país, que conozca el origen de sus penurias, que sepa leer en el libro de la experiencia, que sepa distinguir las buenas de las malas doctrinas, que aplique a nuestras circunstancias excepcionales los sanos principios de gobierno”. Y dado que consideró que un poco de teatralidad nunca estaría de más, pergeñó que aquel quien viniera a resolver cuanto problema existiera, debería de ser “un hombre de limpio corazón, que ame a su patria con el amor de un hijo, que se desvele por su porvenir y por su gloria, que sacrifique sus intereses personales al gran interés de la nación, que muera por su país, si es preciso, para salvarlo de la ruina que le amenaza”.
Como en la encomienda no se aceptaban espíritus débiles, agregaba que era requerido “un hombre de fuerte brazo y voluntad enérgica, que no se detenga ante los obstáculos, que no se atemorice a la vista de las enfermedades del cuerpo social, que corte sin temblar los miembros podridos, que tome de la mano a la república para sacarla del laberinto en que gira desorientada, y que la arrastre, si es menester, hasta los caminos de salud”. Por momentos, eso lucía como que el elegido debería de ser una especie de destazador-cargador más que el líder de un pueblo.
Dee pronto, el apologético parecía que volvía en razón y añadía que era necesario “un hombre de prestigio y de influjo, en cuya presencia enmudezcan los partidos, ante cuya opinión se enmudezcan todas las opiniones, y a cuyos mandatos obedezcan todas las voluntades”. Esto no era suficiente, se demandaba “un hombre grande para que no le disputen el poder los pequeños; un genio para que no detengan su marcha la envidia o la rivalidad de tantas inútiles medianías”. Solo fue una quimera que, al redactor de la pieza, se le hubieran iluminado las entendederas, en realidad, lo que pedía era un dictador.
Y preso ya de la urgencia, imploraba: “Este hombre es el que necesita la república; por él clama y en él espera. ¿Dónde está? ¿Porqué no viene? Nosotros no sabemos si existe; lo que sabemos es que la nación…, fatigada de disturbios, desengañada de quimeras, y temerosa de caer en el hondo abismo abierto ante sus plantas, pide al cielo este salvador, como en otro tiempo el pueblo de Israel: Señor levántate y muéstranos al Salvador”. No vaya a creerse que quien escribía esa pieza lo hacia a titulo personal, simplemente se asumía como el vehículo mediante el cual se daba a conocer la demanda mayoritaria.
En ese contexto, afirmaba: “Una vez que el país necesita un hombre que primero le salve, y después le regenere [acción clave desde la perspectiva de todo buen redentor], vamos a decir no precisamente lo que nosotros sentimos sobre este particular, sino lo que actualmente pasa, lo que dice la opinión, lo que piensan los partidos de buena fe, lo que está revelando a las claras el espíritu público”. Y por aquello de que lo fueran a acusar de parcialidad, nada como curarse en salud o colocarse el ‘curita’ antes de sufrir la herida.
Bajo la premisa descrita, anunciaba: “Bien sabe toda la república que nosotros nunca hemos adulado a ninguna persona; en nuestro concepto los hombres, por grandes que sean, son siempre muy pequeños en comparación con los principios; estos son eternos e inmutables y los hombres cambian o se mueren. Esto, sin embargo, no nos impide ver lo que hay, ni habrá consideración que nos impida manifestarlo con la franqueza que siempre ha presidido nuestras opiniones”. Una vez bañado en virtudes procedió al cierre, extenso, de su perorata.
Iniciaba por definir cual era el clamor, al indicar: “Lo que hay es que los [habitantes] suspiran hoy por un hombre, sea quien fuere, que salve a la patria de los terribles riesgos que la rodean, que reúna sus elementos dispersos, que nulifique las pequeñas aspiraciones, que sea bastante fuerte para reparar el edificio social desmoronado, y que se sobreponga a las pasiones, a los odios y a los intereses de los partidos”.
Ante ello, no le quedaba sino exclamar: “¡Oh! si ese hombre existiera, si viniera ese salvador ¿Quién se atrevería a proferir las vanas palabras de opresión y tiranía, cuando le viéramos extirpar con mano firme los abusos, y reestablecer a despecho de turbas insensatas el imperio de los sanos principios? ¿Quién no bendeciría al hombre que tuviera la fortuna y la gloria de restituir al país su decoro, su sosiego y sus esperanzas?” Reconocía lo “difícil [que] es encontrar a este hombre; nosotros no lo vemos, y tal vez no ha nacido en la esterilidad de nuestras eternas discordias.
Y, sin embargo, la grande obra de nuestra regeneración [palabra clave] demanda a ese hombre, porque no bastan para ella las medianías. La república le invoca, porque le necesita para salvarse”. Nada de aquello quedó en el vacío, cayó en tierra fértil y sus ruegos fueron escuchados. Aquel hombre llegó para resolver todos los males que aquejaban a sus compatriotas quienes solícitos salieron a las calles para aclamarlo.
Apenas habían trascurrido once meses desde que el hombre esperado se ocupaba de materializar sus promesas, cuando un grupo de esos inconformes, de esos que nunca faltan, al ver que todo era humo, salieron a reclamarle sus acciones. Y así, los meses siguientes se fueron en tratar de convencerlos. por todos los medios, de que era el hombre esperado. Dado lo infructuoso del empeño, tuvo la idea genial de someterse a una consulta popular para que fuera el pueblo ¿bueno? quien determinara si continuaba o no en el cargo.
En ese contexto, tras de haber transcurrido un año y casi diez meses de que apareciera aquel texto que clamaba por el hombre esperado, el mismo redactor volvió con la pluma recargada de las buena$ intenciones que se generaron al ver cumplidos sus ruegos y anunció: “Hoy es el día para que la nación…emita libremente su voto sobre si ha de continuar o no rigiendo sus destinos [el hombre esperado] con la plenitud de facultades que, de antemano, le tienen concedidas.
A la vista de este espectáculo, nuevo seguramente en la historia, no es posible guardar silencio; se trata de hacer uso, quizá por última vez, de un derecho terrible, cuyo ejercicio es la vida o la muerte; se trata de un rasgo extraordinario de abnegación y desprendimiento, desconocido en nuestros días, se trata en fin de la salud de la patria, porque sus hijos van a nombrarse un jefe”. Tras de eso, lanzaba una serie de lisonjas hacia ese hombre esperado, inclusive apuntando que “es el único capaz de salvarnos…solo su brazo es capaz de guiarnos por el buen camino…”
Una semana después de que esa pieza apareció publicada, se daba a conocer que el pueblo ¿bueno? de manera abrumadora había clamado porque el hombre esperado siguiera al frente de los destinos de la patria. Se omitía, sin embargo, que los necios inconformes no se apaciguaban y continuaron presionando hasta que cuatro meses más tarde el hombre esperado no tuvo otra opción sino irse, amparado por las sombras de la noche, hasta allá muy lejos… Todas sus promesas de regeneración resultaron vanas, dejó a la nación sumida en el caos y la ruina. Ni duda cabe, ese era el sino del “hombre esperado”, prometer al pueblo elevarlo a la cima y al final dejarlo sumido en la sima.
Estamos ciertos de que usted, lector amable, ha identificado la historia y los personajes. Sin embargo, para que no queden dudas, permítanos precisar que el país en donde eso aconteció es el nuestro, el personaje central del relato, el hombre esperado, no era otro sino el ciudadano López que a este apellido agregaba los de Santa Anna y Pérez de Lebrón.
Los textos fueron producto de la pluma de Felipe Escalante y aparecieron impresos, el 13 de febrero de 1853, así como el 1 y 7 de diciembre de 1854, en el diario El Universal, fundado por, un aliado incondicional del “hombre esperado,” Rafael De Raphael y Vila. Esta publicación, que nada tiene que ver con la actual, se anunciaba como periódico político y literario, al tiempo que actuaba como una especie de Diario Oficial del lopezsantanismo, lo cual genera que mencionemos que, en todo caso, la semejanza es con otro órgano de difusión que se publica en nuestros días.
vimarisch53@hotmail.com
Añadido (24.16.44) Primero, sería necesario definir es quien financia a esos simpatizantes de Hamas y Hezbollah en las universidades estadounidenses. Ni modo que nos quieran hacer creer que se dio por generación espontánea. ¿Será un traidor a su propia raza?
Añadido (24.16.45) Ahora tenemos a Pedro Sánchez, el españolito, enterándose de que su esposa cometió tráfico de influencias. Ante ello, busca salvar el cuello dándose un tiempo para reflexionar y no tener que dimitir. Si hubiera leído, antes de creerse líder mundial, el cuadernillo que señalábamos la semana anterior nada le estaría sucediendo… y lo que le falta.
Añadido (24.16.46) Ni duda cabe, la actual clase política está empeñada en instalarnos en tiempos modernos. Ahora fue una gallina desollada en los patios del Senado de México. Seguramente, la semana próxima, ofrecerán otro espectáculo propio de los usos y costumbres de las poblaciones aborígenes de aquellos tiempos y, en pleno Zócalo, presenciaremos como un sacerdote supremo a punta de cuchillo de obsidiana extrae un corazón para ofrendarlo a los dioses, al tiempo que les pide lluvia y/o buenas cosechas. Y, todavía, hay rejegos quienes se niegan a reconocer que vivimos tiempos de transformación (¡!)
Añadido (24.16.47) ¿Recuerdan cuando aquel personaje decía que eso de extraer petróleo era como sorber agua con un popote? Seguramente, el agrónomo, en una prueba de lealtad, creyó que eso era cierto y procedió en consecuencia. Hoy, la paraestatal encargada del asunto ve reducidas sus utilidades en más del noventa por ciento.