CUENTO
Todas las mañanas, al abrir los ojos, lo primero que su ser sentía era una tristeza infinita. Y, sin poder evitarlo, pasados unos segundos, aquel joven se ponía a evocar con su mente la miseria de los hombres.
Acostado en aquella cama de cemento, con su espalda sobre el cobertor raído y usado antes ya por otros reos, este joven, con la mirada puesta sobre el techo, ¡también traía a su mente el más bello de todos sus recuerdos!: LA SONRISA DE UN NIÑO.
Recordando cada detalle en aquel pequeño rostro, todo su interior experimentaba una dicha indecible. El brillo de aquellas dos pupilas, y los pequeños dientes asomándose apenas por entre esos dos labios delgados, seguían siendo para este preso su tesoro más preciado.
Ese día, sonriendo “como un loco”, el muchacho le preguntó al niño: “¿Lo quieres?” Y el pequeño, tímido como debía de serlo, había movido su cabecita para decir que “sí”. Sabiendo el problema que se ocasionaría así mismo, y sabiéndose también “perdido” en este mundo de injusticias, el muchacho enseguida había añadido: “¡Te lo regalo!” “¡Llévatelo!”
“¡No se te olvide cerrar las puertas! ¡No vaya a ser entre alguien y se robe algo!”, eran siempre las advertencias que el dueño de este lugar daba al joven, cada vez que éste pedía limpiar aquel lugar, para así entonces poder ganar unos cuantos pesos para su subsistencia.
Y ahora, harto de su dolor interior, el muchacho, por vez primera en los dos años que llevaba limpiando aquí, había hecho caso omiso de las anteriores advertencias. Quitando los candados que las puertas tenían, se sintió triunfante. Las puertas habían quedado abiertas de par en par.
Después, estando ya adentro, fue y asentó las llaves sobre una de las muchas mesas que aquí habían. Luego entonces se fue a buscar una escoba. Barrer todo el piso de esta casa enorme, le llevó más de media hora. Al terminar, su cara le sudada muchísimo. El muchacho siguió sintiéndose exhausto, a pesar de la mucha agua que había tomado de la llave.
“Será mejor que me dé prisa”, pensó, después de haber estado sentado varios minutos. Volviéndose a levantar entonces, enseguida se puso a quitarle el polvo a los muchos objetos que aquí había. Con un pedazo de tela los fue golpeando suavemente. Terminando de desempolvar, vio que lo que ahora seguía era trapear todo el piso.
El muchacho se encontraba a punto de ir a buscar un cubo, cuando de repente sintió que alguien lo llamaba, no con la voz, sino que con el espíritu. Deteniéndose sobre su sitio, se preguntó quién podía ser ese “alguien”.
“¡Ah! ¡Con que eras tú, ¿eh?!”, exclamó el joven, cuando sus ojos al fin encontraron aquella carita, que mirando desde la puerta, se cuidaba de no ser visto del todo. Mirándolo como lo estaba, el niño le recordó a este joven a su yo infantil. “¡Entra! ¡Vamos! ¡No temas!”, fueron las frases que pronuncio después el joven.
Dudando varios instantes, el niño permaneció donde estaba…, hasta que al final fue convencido. Lentamente entonces quedó a la vista del joven, en medio de aquella puerta ancha. A ambos personajes los separaba una distancia de seis metros. Desde su lugar, el muchacho se dio cuenta de que las ropas del niño eran muy viejas. “¡Así que también eres pobre, ¿eh?!”, pensó. “¡Igual que yo!”.
El niño permaneció algunos minutos sin moverse. Adivinando su temor, el joven supo enseguida lo que tenía que hacer. Entonces fingió irse hacia atrás. Estando guardado, como antes el niño lo había estado en la puerta, el joven lo vio por fin entrar a este lugar.
Tener un invitado como este niño, le alegró mucho el corazón al joven. Y, pensando que debía darle tiempo para que perdiese su temor, se mantuvo ocupado atrás; limpiando la última pieza de esta casa, la cual estaba conformada por tres enormes cuadros, llenos todos y en su mayoría con esculturas de madera.
Transcurrida media hora, el muchacho dio el último golpe de su faena. “¡Qué cansado estoy!”, expresó para sí mismo, mientras se dirigía a lavar el cubo que había utilizado. Su invitado, como él comprobaría unos minutos después, se había mantenido todo este tiempo admirando aquel jaguar de madera. La pieza brillaba bellamente, debido a su barniz.
Sin hacer ruido, el joven se acercó hasta el niño. Así pasó también él varios minutos, contemplando en total silencio aquella bella figura. De cuando en cuando, el pequeño acariciaba con sus deditos el cuerpo del animal. Viéndolo hacer esto, el joven al fin preguntó: “¿Verdad que está muy bonito?” Sin dejar de mirar la figura, el niño asintió con su cabecita.
Así se lo pasaron los dos varios minutos más, admirando aquel pedazo de madera. Y, de repente, recordando su dolor interior, el joven preguntó:
“¿Te gusta?” Apenas escuchar esta pregunta, el niño volteó para mirar al muchacho. Éste, al ver en aquellos ojitos ese brillo tan especial, solamente pensó que no era posible haber venido al mundo y sin haber hecho ALGO GRANDE, ¡algo muy especial!
Por esto es que, sin pensarlo nada, volvió a abrir su boca para decir: “¡Te lo regalo! ¡Ya es tuyo!” Al escuchar esto, el niño abrió mucho sus ojitos. Sin atreverse a hablar, dejó que fuese su rostro el que lo hiciera. Irradiando alegría y algo de incredulidad, pareció preguntarle así al muchacho. “¡¿De verdad?!”
“¡De verdad!”, respondió el muchacho, moviendo su cabeza de arriba hacia abajo. Pero, ¡es muy pesado!”, dijo el niño, abriendo los brazos. Un segundo antes ya había intentado levantar la figura. “¡Espera aquí!”, añadió el joven, con un ademán de su mano. “¡Te buscaré un pedazo de soga!”
Dándose la vuelta entonces, se fue a buscar lo que el niño necesitaba. Pasaron unos minutos, hasta que de nueva cuenta regresó. “¡Ten!”, dijo, esta vez con su voz. “¡Átalo del cuello! El niño agarró la soga e hizo lo que acababan de decirle.
“¿Qué tal ahora?”, pidió saber el joven. “¡Ahora sí!”, respondió con su lenguaje facial el niño. Al ver aquella hermosa sonrisa de felicidad en su pequeño rostro, el muchacho sintió un estremecimiento que le recorrió todo el cuerpo. Esto se debía a que él ya sabía su final. ¡Pero esto, poco le podía importar!
“Será mejor que te vayas ya”, comunicó el muchacho al niño. “Tu madre seguramente que ha de estar esperándote para que coman”. Eran ya más de la una de la tarde. Y, como todos los días, el sol brillaba con toda su intensidad. “¡Gracias!”, respondió el niño, abrazándole las piernas al joven. Éste, bajando su mano, le acarició su pelo. “De nada, ¡chiquillo! Ha sido todo un honor hacerte feliz…” En su interior, solamente el joven sabía que él jamás nunca lograría serlo. Un dolor muy grande llevaba años persiguiéndolo.
Luego de verlo decir adiós con una de sus manitas, el joven, sabiendo ya exactamente todo lo que a continuación sucedería, siguió con la mirada los pasos que el pequeño fue dando. Como si de un juguete hermoso se tratase, el niño iba jalando el jaguar tallado en madera. Este objeto tenía como base una madera de unos tres centímetros de grosor.
Pasados unos instantes, el joven, que ya había entrado otra vez a la casa, pensó, sin un dejo de temor en toda su persona: “Ahora vendrán las consecuencias”. En su mente ya sabía exactamente lo que a continuación sucedería. Pero nada de esto le importaba también. Porque al final, lo que acababa de hacer, era lo que él siempre había deseado: HACER ALGO GRANDE, ¡ALGO MUY ESPECIAL!
El pequeño continuó caminado, hasta que llegó a la puerta de la tienda del hombre rico, dueño del jaguar que ahora él arrastraba por todo el suelo sucio. El dueño de este objeto, que gustaba de ver a toda persona cruzar frente a su puerta, al instante de mirar a este niño, enseguida se levantó de su silla.
Corriendo hacia afuera, y con el rostro lleno de furia, vio con ojos incrédulos la manera en cómo aquel niño se iba alejando con una de sus tantas pertenencias. “¡Mi jaguarcito!”, sintió querer gritar el hombre rico. Pero se contuvo. “¡Mi pequeño jaguar!” Lo que ahora el niño se llevaba, era una de las cosas que a él más le gustaban. “¡Me las pagará!”, enseguida pensó.
Olvidándose entonces de su propia tienda, y de las personas que tal vez pudiesen entrar y robarle algo durante su ausencia, el hombre rico arrancó a correr en dirección hacia la persona que había contratado para que le limpiaran el lugar donde él siempre había guardado sus esculturas y demás objetos.
Corriendo como un desalmado, este hombre no paró de gritar durante todo el camino: “¡Loco!” Pero ¡¿qué has hecho?!” “¡Haré que te encierren muchos años en la cárcel!”…
Y ahora, aquí estaba “el loco”. Encerrado en su celda, su alma sonreía al recordar la felicidad inmensa en el rostro de aquel pequeño. Luego, sin poder evitarlo, él también volvía a sentir una tristeza infinita por la miseria de los muchos hombres sobre la tierra.
FIN
Anthony Smart
Septiembre/17/2020
Septiembre/18/2020