CUENTO
Un día, mientras era Navidad y todos los niños jugaban, reían y disfrutaban en las calles donde vivían; mientras todos ellos eran felices, otro niño, ¡tan sólo uno!, allá, en otra parte, permanecía sentado afuera de su casa majestuosa, sobre la ancha, húmeda y perfecta acera.
Vestido con unas ropas muy finas, y con un abrigo muy bonito, movía su cabeza de arriba hacia abajo. Con voz apenas audible, no paraba de decir: “Soy un zapato, ¡SOY UN ZAPATO! Ya va a venir ¡ya va a venir y me hará daño!”
Pocos eran los que conocían su historia, la manera en cómo se había vuelto un “loquito”. Quien lo viera ahora, no alcanzaría a adivinar la manera en la que él había sido en otros tiempos. Malo y despiadado; jamás tuvo reparo en herir los sentimientos de los demás niños que eran sus compañeros de clase.
Burlándose de ellos, porque no eran ricos como él, los trataba como cosas que no tenían valor. Los otros niños, que ya sabían era el predilecto de todos los maestros y maestras, ¡nunca lo acusaban! Todos los días tenían que soportar las humillaciones y demás agresiones del ricachón.
Con el tiempo, ellos aprendieron a soportarlo. A la hora del recreo, si el ricachón se les acercaba y los empujaba, ellos, sin oponer resistencia se dejan caer sobre el suelo. Mientras comían sus tortas de huevo, si el ricachón venía y los llamaba “pobretones”, ellos, en vez de bajar la cabeza, les daban las gracias. “¿Quieres?”, preguntaban, apuntando su torta hacia él. El niño rico entonces hacía una cara de asco. “Yo solamente como carne”, decía. Comer huevo para él era sinónimo de pobreza. Después de un largo tiempo, los niños pobres finalmente empezaban a defenderse de la manera más inteligente.
Y así sería como el niño rico se empezaría a cansar de ser un bully; un agresor. Tiempo después, sintiendo ya los principios de su soledad, le sucedería aquello que lo trastornaría por completo. Acostado en una cama -que sus demás compañeros jamás lograrían tener en sus vidas de niños-, soñaría algo muy feo que entonces lo dejaría como ahora: loquito.
Él, quien además siempre se había burlado de los zapatos viejos y agujereados de sus demás compañeros, no imaginó que sería precisamente algo relacionado con el calzado lo que se convertiría en la peor de sus pesadillas, una pesadilla de la cual jamás lograría “despertar”.
Era una noche estrellada, con una luna bella, cuando el niño rico, que se la había pasado jugando por horas en su enorme y hermoso jardín, escuchó que su madre lo hablaba. “Ya es muy tarde, entra ya para que te bañes”, había dicho la señora, que desconocía la verdadera personalidad de su hijito cuando iba a la escuela. “Ya voy, mamá”, respondió aquel. Tirando sus muñequitos sobre el pasto fino y verde, se fue corriendo hasta su cuarto.
Media hora después, se acostó a dormir. Colocando su cabeza sobre su almohada, el niño rico dio gracias a Dios por su riqueza. “Gracias, Dios mío –dijo-…, aunque tenga que soportar ir todos los días a la misma escuela donde van los niños pobres”. Terminada su plegaria, cerró los ojos, y; lentamente fue cayendo en un sueño profundo.
Habían pasado ya unas cuantas horas, cuando su rostro -que se veía lleno de paz y tranquilidad-, de repente lo empezó a arrugar. Segundos después, su cuerpo largo y delgado se empezó a estremecer sobre aquel bello y esponjoso colchón. . “No, ¡No me hagas daño!”, empezó a gritar el ricachón. En su sueño se veía a sí mismo convertido en unos zapatos; unos tenis al que su dueño, un niño punk, estaba a punto de clavarle un pica hielo para así hacerle unos huecos. “¡No me hagas daño, por favor!”, rogó y pidió el niño rico.
Y, cuando el dueño de aquellos zapatos deportivos se encontraba a punto de clavarle aquel objeto, el niño rico, despertándose de un sobresalto, se dio cuenta de que todo esto solamente había sido una pesadilla. Jadeando mucho, se colocó una mano sobre su pecho. Entonces se dio cuenta de lo acelerado que su corazón latía. “Bum, bum”. Sentándose sobre su cama, debido al terror que acaba de experimentar, ¡se puso a llorar!
Al final, cuando la noche volvió a ser día, el niño que siempre había sido malo con sus demás compañeros, apenas abrir los ojos, enseguida volvió a sentir mucho miedo. “¡No soy un zapato!”, dijo. “¡No lo soy”, se repitió, al tiempo que se miraba todo el cuerpo para asegurarse de lo que decía era cierto. “No soy un zapato, ¡no lo soy!”. Pobre niño rico. Su pesadilla de la noche anterior, tristemente, terminaría por convertirlo en un loquito.
FIN.
Anthony Smart
Diciembre/02/2019CUENTO
Un día, mientras era Navidad y todos los niños jugaban, reían y disfrutaban en las calles donde vivían; mientras todos ellos eran felices, otro niño, ¡tan sólo uno!, allá, en otra parte, permanecía sentado afuera de su casa majestuosa, sobre la ancha, húmeda y perfecta acera.
Vestido con unas ropas muy finas, y con un abrigo muy bonito, movía su cabeza de arriba hacia abajo. Con voz apenas audible, no paraba de decir: “Soy un zapato, ¡SOY UN ZAPATO! Ya va a venir ¡ya va a venir y me hará daño!”
Pocos eran los que conocían su historia, la manera en cómo se había vuelto un “loquito”. Quien lo viera ahora, no alcanzaría a adivinar la manera en la que él había sido en otros tiempos. Malo y despiadado; jamás tuvo reparo en herir los sentimientos de los demás niños que eran sus compañeros de clase.
Burlándose de ellos, porque no eran ricos como él, los trataba como cosas que no tenían valor. Los otros niños, que ya sabían era el predilecto de todos los maestros y maestras, ¡nunca lo acusaban! Todos los días tenían que soportar las humillaciones y demás agresiones del ricachón.
Con el tiempo, ellos aprendieron a soportarlo. A la hora del recreo, si el ricachón se les acercaba y los empujaba, ellos, sin oponer resistencia se dejan caer sobre el suelo. Mientras comían sus tortas de huevo, si el ricachón venía y los llamaba “pobretones”, ellos, en vez de bajar la cabeza, les daban las gracias. “¿Quieres?”, preguntaban, apuntando su torta hacia él. El niño rico entonces hacía una cara de asco. “Yo solamente como carne”, decía. Comer huevo para él era sinónimo de pobreza. Después de un largo tiempo, los niños pobres finalmente empezaban a defenderse de la manera más inteligente.
Y así sería como el niño rico se empezaría a cansar de ser un bully; un agresor. Tiempo después, sintiendo ya los principios de su soledad, le sucedería aquello que lo trastornaría por completo. Acostado en una cama -que sus demás compañeros jamás lograrían tener en sus vidas de niños-, soñaría algo muy feo que entonces lo dejaría como ahora: loquito.
Él, quien además siempre se había burlado de los zapatos viejos y agujereados de sus demás compañeros, no imaginó que sería precisamente algo relacionado con el calzado lo que se convertiría en la peor de sus pesadillas, una pesadilla de la cual jamás lograría “despertar”.
Era una noche estrellada, con una luna bella, cuando el niño rico, que se la había pasado jugando por horas en su enorme y hermoso jardín, escuchó que su madre lo hablaba. “Ya es muy tarde, entra ya para que te bañes”, había dicho la señora, que desconocía la verdadera personalidad de su hijito cuando iba a la escuela. “Ya voy, mamá”, respondió aquel. Tirando sus muñequitos sobre el pasto fino y verde, se fue corriendo hasta su cuarto.
Media hora después, se acostó a dormir. Colocando su cabeza sobre su almohada, el niño rico dio gracias a Dios por su riqueza. “Gracias, Dios mío –dijo-…, aunque tenga que soportar ir todos los días a la misma escuela donde van los niños pobres”. Terminada su plegaria, cerró los ojos, y; lentamente fue cayendo en un sueño profundo.
Habían pasado ya unas cuantas horas, cuando su rostro -que se veía lleno de paz y tranquilidad-, de repente lo empezó a arrugar. Segundos después, su cuerpo largo y delgado se empezó a estremecer sobre aquel bello y esponjoso colchón. . “No, ¡No me hagas daño!”, empezó a gritar el ricachón. En su sueño se veía a sí mismo convertido en unos zapatos; unos tenis al que su dueño, un niño punk, estaba a punto de clavarle un pica hielo para así hacerle unos huecos. “¡No me hagas daño, por favor!”, rogó y pidió el niño rico.
Y, cuando el dueño de aquellos zapatos deportivos se encontraba a punto de clavarle aquel objeto, el niño rico, despertándose de un sobresalto, se dio cuenta de que todo esto solamente había sido una pesadilla. Jadeando mucho, se colocó una mano sobre su pecho. Entonces se dio cuenta de lo acelerado que su corazón latía. “Bum, bum”. Sentándose sobre su cama, debido al terror que acaba de experimentar, ¡se puso a llorar!
Al final, cuando la noche volvió a ser día, el niño que siempre había sido malo con sus demás compañeros, apenas abrir los ojos, enseguida volvió a sentir mucho miedo. “¡No soy un zapato!”, dijo. “¡No lo soy”, se repitió, al tiempo que se miraba todo el cuerpo para asegurarse de lo que decía era cierto. “No soy un zapato, ¡no lo soy!”. Pobre niño rico. Su pesadilla de la noche anterior, tristemente, terminaría por convertirlo en un loquito.
FIN.
Anthony Smart
Diciembre/02/2019