CUENTO
“Él no vendrá. ¡Él no vendrá! Además, está muy lejos…”
El hombre moribundo, de 75 años, llevaba más de media hora repitiendo las mismas frases a su pareja de toda la vida: “Dile que venga, ¡dile que necesito verlo!” Pero su compañero, con un poco de sensatez, solamente se limitaba a responderle: “Él no vendrá…”
Un rato después, casi al borde de las lágrimas, el hombre moribundo movió su cabeza. Su rostro reseco tocó la sábana blanca y áspera de su cama. “¡Me estoy muriendo!”, pensó. “¡Y tengo miedo, mucho miedo!” “¡¿Por qué él no está aquí?!”, se recriminó así mismo, con un ímpetu inimaginable.
En días recientes, el hombre moribundo, solamente veía a la Muerte rondar por todo su cuarto. Y, dándose cuenta de que “ella” hacía ya mucho tiempo que debió de habérselo llevado, él no podía entender por qué ella gustaba de prolongar su difícil y dolorosa agonía. “Él no vendrá. ¡El no vendrá!” Las palabras de su compañero volvieron a resonar en su mente.
Desde lo alto de aquella colina, su mirada la iba pasando por toda la inmensidad de aquel océano. Sus ojos contenían la tristeza de todo un universo. Cada partícula de agua contenida en aquel mar de California equivalía a cada día que él y todo su ser se la habían pasado esperando por el regreso del hombre que ahora -en su lecho de muerte- no paraba de pedir ver su persona.
¡Cuántos días no lo había esperado entonces! ¡Y cuántas noches no le había rezado a Dios! Y eso sin mencionar que hacía ya mucho tiempo que él había dejado de creer en él. “Dios, por favor. ¡Hazle ver por qué lo eché todo a perder!” “Por favor, ¡haz que me perdone!”
Malibu. Los años habían pasado y –el ahora renombrado director de cine- finalmente había logrado hacer realidad el sueño que tanto había soñado a lo largo de toda su vida: tener una casa hermosa en las colinas de Malibu.
Su proceso no había sido nada fácil. En el camino, muchas cosas había echado a perder, sin que él realmente así lo haya querido o planeado. Todo su ser estaban muy lastimados. Y su mente, sí que lo había torturado, haciéndole ver que la Vida nunca lo había querido.
Una de las tantas cosas que su situación había echado a perder era la relación que había surgido entre el hombre moribundo y él mismo. Porque para el director de cine, por aquellos tiempos, conocer a alguien no era cualquier cosa. Así que un día, cuando la vida hizo que él y el hombre moribundo se encontraran, el director creyó que éste lo ayudaría a…
Ahora ya nada tenía caso ser mencionado. El director de cine no solamente se había vuelto un hombre sabio, sino que también alguien muy prudente. Para ya no ser herido por nada ni por nadie, él al fin había aprendido a ser insensible, tanto por fuera como por dentro.
En su mente solamente él sabía cuántas veces había muerto. Todos los días, durante más de cincuenta años, él había muerto. Segundo tras segundo, instante tras instante. Sus muertes habían sido muchas, más de un millón. Por eso era que ahora le gustaba mucho mirar este océano. Porque cada partícula de agua contenido en él, le recordaba cada uno de sus dolores, y cada una de las lágrimas que sus ojos habían llorado a lo largo de todos estos años.
“¡Tengo miedo, mucho miedo!”, volvió a sollozar el hombre moribundo, apenas y abrió sus ojos a un nuevo día. “¡La Muerte me tortura! ¡No se digna en llevarme de una vez!” “¡¿Por qué no quiere matar ya lo poquito de mí aún queda?!” “Por favor, ¡dile que venga! ¡Dile que se lo ruego!” Como todos los demás días, apenas ver a su pareja venir hasta su cama, el hombre moribundo comenzó a pedir ver al director de cine.
Pero el director, y también escritor, jamás vendría. La pareja gay del moribundo lo sabía. Pero él, lejos de sentir pena o dolor por ver a su compañero de toda la vida sufrir, como ahora lo hacía, con algo de resentimiento contenido en él durante muchos años, con voz totalmente indiferente, solamente se limitó a responderle: “¡Ya te lo he dicho! “¡ÉL NO VENDRÁ!” “Será mejor que ya dejes de pedir verlo…”
Acostado en su cama, y dolido hasta lo más recóndito de su ser, el hombre moribundo se puso a llorar, como un niño abandonado. Instantes después, sus lágrimas formaron un río, que poco a poco fue corriendo a través de todo su rostro. Su pareja, parado junto a él, para nada se molestó en consolarlo. Verlo de esta manera, en su interior, le alegraba un poco.
Sin poder aquietar su llanto, el hombre moribundo rogó y pidió a la memoria del ahora distante director de cine: “¡Perdóname! ¡Perdóname!” “¡Nunca debí de abandonarte!” En una de sus manos sostenía una foto. El hombre moribundo, con los ojos nublados por las lágrimas, hacía ya mucho tiempo que se había memorizado lo que la dedicatoria decía en la parte trasera de la foto. Llorando como alguien que está a punto de morirse, él nuevamente volvió a leer cada frase que el director de cine un día había escrito para él: “Para mi Padre…, a quien amo y admiro lo indecible”.
FIN
Anthony Smart
Julio/28/2021