CUENTO
En una ciudad pequeña, situada por ahí, por quién sabe dónde, existía una mujer que, de unos días para acá se había vuelto un tanto paranoica. Abogada de profesión; su trabajo le exigía estar casi todo el tiempo en la calle. Mujer ahora de unos cincuenta años. A la edad de veinticinco años, se había casado con dizque el amor de su vida, un hombre que ni era bueno ni malo, sino más bien mediocre.
Carmen, que es como se llamaba la abogada, solamente los domingos podía estar el día entero en su casa, tiempo que ella siempre trataba de aprovechar al máximo. Sin desperdiciar ni un solo segundo, la mujer se ponía a revisar que no faltase nada dentro y fuera de su bello hogar.
Su marido, el mediocre, al que a veces llegaba a molestarle lo que su esposa hacía, mirándola desde la ventana de la sala, solamente atinaba a comentarle: “Ya deja de buscar en el jardín, y ¡entra!” Pero ella, paranoica como empezaba a estarlo, no podía parar de pensar que seguramente algún ladrón debía de haber estado aquí, en cualquier punto de este lugar, durante su ausencia.
“¿De dónde sacas eso de que viste a alguien entrar en la casa?”, preguntó una noche el esposo a su mujer. Sin voltearlo a ver, porque se encontraba friendo unas carnes, ella le respondió: “No he visto a nadie, ¡pero lo he intuido! ¿Entiendes?” Minutos después, los dos se sentaron a comer.
“En la mañana, mientras revisaba, me pareció ver una huella de zapato sobre la parte húmeda del jardín”, comentó Carmen a su marido. Al ver que el otro la miraba con incredulidad, añadió: “Te lo juro, Manuel”. “Presiento que mientras no estamos, los ladrones entran y…” “¿Y qué?”, lo interrumpió su esposo. “¿Acaso te hace o nos hace falta algo?”, preguntó. Carmen hizo un repaso mental de sus cosas. Al ver que terminaba de contar con sus dedos, su esposo le espetó: “¿Verdad que no?”
Mirándolo unos segundos de manera fija, la mujer, cuando nuevamente abrió la boca, dijo: “¿Sabes qué? Lo mejor será que mande a poner unas cámaras de vigilancia. Así, cada vez que yo llegue, podré checar si lo que presiento es cierto o no”. Sabiendo lo obstinada que su mujer siempre había sido, el hombre supo que no podría hacer nada para hacerle cambiar su decisión”.
Al domingo siguiente, como a eso de las ocho, aparcó una camioneta blanca frente a la casa de la abogada. Contenta por saber que así finalmente iba a estar tranquila, se la pasó del mejor humor. Sin perder detalle de la instalación de sus cámaras, no dejó de platicarles anécdotas de su vida a los técnicos aquellos.
Pobre Carmen. Sus intuiciones no eran del todo falsas. Tres veces por semana, su esposo metía en su propia casa a su amante. Aprovechando que ella no estaba, sin prisas de ningún tipo, el hombre disfrutaba al máximo de ponerle los cuernos. Éste le había comentado a su amante que hacía mucho tiempo que se había cansado de la falta de interés de su esposa. “¿Falta de interés?”, argumentaría la vez en que discutiría Carmen con él. “¡Pero si yo te mantengo!” “¡Cómo rayos quieres entonces que esté contigo, cuando necesito trabajar para que puedas comer…!”
Sin ganas de discutir más al respecto, pero sí muy molesta por todo lo que acababa de sucederle, la abogada, que hacía apenas unas horas que había terminado de ver el video donde su esposo se revolcaba con su amante, levantó el teléfono y llamó a los mismos técnicos para que vinieran a desinstalar el ojo invisible que ellos mismos habían colocado en su propio cuarto.
Tan paranoica se había vuelto, que pensando que su empleada doméstica podría robarle sus alhajas, en un último momento, sin decírselo a su esposo, le había pedido a los técnicos que también pusieran una camarita dentro de su recámara.
Al final, la abogada, después de comunicarle a su marido la solicitud del divorcio, estando todavía muy molesta, fue y buscó un pedazo de cartón, así como también un plumón negro, con el cual después pintó un anuncio que decía así: “Ladrones. ¡Pueden venir a esta casa a robar cuando se les pegue su regalada gana!; total que a mí YA NADA ME IMPORTA”.
FIN.
Anthony Smart
Diciembre/09/2019