José Luis Parra
A estas alturas, todo mundo ya firmó algo. El pacto por la seguridad, el acuerdo por la paz, el convenio para fortalecer la justicia, la alianza para no desaparecer. México es, otra vez, el país de los grandes acuerdos… que nadie cumple. Pero qué bonito se ven las fotos.
Esta semana la presidenta Claudia Sheinbaum encabezó, por primera vez, la reunión del Consejo Nacional de Seguridad Pública. A su lado, como en procesión obligada, estuvieron los gobernadores de todos los estados, los jefes del Gabinete de Seguridad, y varios que solo fueron a tomarse la selfie institucional. Ya saben, por aquello del “yo estuve ahí”.
El evento fue solemne y productivo: se firmaron dos acuerdos nacionales —uno para fortalecer las instituciones de seguridad pública y otro para la búsqueda de personas desaparecidas—, se detallaron plazos, metas y protocolos. Incluso hubo promesas de armonizar leyes, de certificar academias, de fortalecer fiscalías, de entrenar policías, de digitalizar denuncias y, cómo no, de profesionalizar hasta al último burócrata armado. Todo medido, calendarizado y con etiquetas de prioridad nacional.
Vaya, hasta un modelo de denuncia anónima desde el 089 tendrá protocolo de eficiencia.
¿El detalle? México ya tiene experiencia en este tipo de “pactos de país”. Se anuncian con bombo y platillo, se presumen como hitos históricos, pero cuando se apagan las cámaras… todo regresa a la normalidad. A la impunidad, a la burocracia desmemoriada y a la violencia cotidiana.
Una de las joyas del nuevo acuerdo es el compromiso de aumentar en 25% el estado de fuerza de las policías estatales y de investigación de aquí al 2029. Suena ambicioso, pero habría que recordar que muchas de esas corporaciones ni siquiera tienen gasolina para patrullar. Menos aún para crecer.
En papel todo suena espectacular: reclutamientos masivos, academias renovadas, capacitación en inteligencia e investigación. ¿Y en la práctica? Bueno, eso lo decidirá el presupuesto. Porque ya vimos cómo terminó el último intento de profesionalización: con ex militares mal pagados y policías municipales convertidos en agentes de tránsito con arma corta.
El segundo acuerdo se enfoca en uno de los dolores más profundos del país: los desaparecidos. Se crearán fiscalías especializadas, se modernizará la base de datos genética, se aplicarán protocolos de recuperación forense y se capacitará personal pericial. Todo suena muy técnico, muy preciso.
Pero ni los datos forenses ni los cuerpos identificados podrán revivir a los muertos. El problema no es la falta de estructura: es el abandono, el silencio institucional, el miedo que todavía paraliza a muchas fiscalías estatales cuando el crimen organizado les manda recado.
Aun así, el acuerdo se firma. Y con él, la esperanza reciclada de miles de familias que llevan años buscando a sus hijos, padres, hermanos.
Otro eje central fue la extorsión. Ya no se puede ocultar: se volvió epidemia. Desde la señora que vende tacos en esquina hasta la empresa mediana que ya presupuestó la “cuota” del mes. Y el Estado, con toda su fuerza, apenas empieza a reaccionar.
Se promete una ley general, una reforma constitucional y fiscalías especializadas. ¿El resultado esperado? Investigar de oficio, tipificar adecuadamente y unir esfuerzos de todos los niveles. Lo curioso es que muchas de esas medidas ya estaban contempladas en estrategias anteriores. Pero nadie las quiso aplicar. Porque implicaba tocar intereses muy particulares. De esos que huelen a dinero sucio y protección oficial.
Mientras el gobierno federal presume reformas y acuerdos, en los estados la realidad tiene otro guion. Los narcos siguen disparando a plena luz del día y enterrando cadáveres en fosas que las madres buscadoras encuentran sin ayuda de las autoridades. Pero eso no salió en la minuta del Consejo Nacional de Seguridad Pública. Ni se mencionó en los discursos de Claudia ni del gabinete.
Porque una cosa es firmar compromisos desde Palacio Nacional. Y otra muy distinta cumplirlos en el desierto, en la sierra o en los barrios donde la ley no se atreve a entrar.
Pero no nos pongamos trágicos. El acuerdo fue histórico. Lo dijo la presidenta. Y si ella lo dice… ¿quién se atreve a contradecirla?