Por José Alberto Sánchez Nava
“Quien pretende o acepta el poder, también acepta la crítica. Lo público no se protege con demandas privadas ni se honra con silencios impuestos. La democracia exige soportar el juicio ciudadano, no castigarlo.”
- La censura disfrazada de justicia
En tiempos recientes, México ha sido testigo de un preocupante fenómeno: el uso distorsionado de figuras legales como el daño moral o la violencia política en razón de género para perseguir, amedrentar y censurar a periodistas, analistas y ciudadanos críticos del poder. No es una especulación ni un recurso retórico. Es una realidad jurídica y política que amenaza los cimientos del debate democrático.
Un ejemplo particularmente alarmante es la sanción impuesta al periodista Héctor de Mauleón, derivada de una denuncia presentada por Tania Contreras, ex consejera jurídica del gobierno de Tamaulipas y hoy virtual presidenta del Supremo Tribunal de Justicia del Estado. El delito imputado: opinar. El “agravio”: señalar en una columna el nexo entre funcionarios públicos y presuntos actos de corrupción, específicamente el caso de Juan Carlos Madero, funcionario aduanal acusado de huachicoleo, extorsión y soborno, según palabras del entonces secretario de la Defensa Nacional, Luis Cresencio Sandoval.
- El poder no se protege con censura, sino con transparencia
Criticar a quien detenta o haya detentado, o pretenda detentar el poder no constituye una forma de violencia, sino una manifestación legítima de libertad de expresión. El periodista De Mauleón no incurrió en un ataque a la dignidad de una mujer por su género, sino en un ejercicio profesional de señalar responsabilidades públicas con base en información oficial y de interés nacional. Calificar esa acción como “violencia política en razón de género” es un abuso de la figura jurídica que convierte la protección legítima de los derechos en una herramienta de represión y blindaje del poder.
- La investidura no transforma lo público en privado
Tal como ocurre con el daño moral, quienes ostentan una función pública aceptan voluntariamente una exposición social e institucional que los coloca bajo el escrutinio de la sociedad. No es jurídicamente aceptable —ni moralmente defendible— que esa función sirva de escudo para impedir críticas sobre el desempeño, los vínculos o los antecedentes de quienes ejercen o pretendan ejercer el poder público.
La Suprema Corte de Justicia de la Nación ha sostenido, en jurisprudencia reiterada, que los funcionarios públicos deben soportar un mayor nivel de escrutinio (Tesis: 1a. CCLXXVIII/2013, Registro: 2004637). Esta doctrina se fortalece con precedentes internacionales como New York Times v. Sullivan, donde se estableció el estándar de “malicia efectiva” para poder reclamar legalmente contra quienes critican el actuar público.
- De la investidura a la impunidad: el riesgo de tergiversar el derecho
Cuando figuras como la violencia política en razón de género se desvirtúan, no solo se traiciona su espíritu protector, sino que se vulneran las garantías constitucionales de todos. Esta figura, que busca combatir la exclusión, humillación y agresión sistemática contra las mujeres en el ejercicio de sus derechos político-electorales, está siendo reciclada para blindar de críticas a quienes hoy ocupan o pretenden ocupar el poder, sin importar si los señalamientos están vinculados a presuntos actos de corrupción.
Usar esta figura como arma para castigar la crítica es una forma velada de censura. Y peor aún: es una estrategia que trivializa la lucha legítima de miles de mujeres mexicanas que sí han sido víctimas reales de violencia política de género.
- El derecho civil no fue creado para blindar al poder
Tal como lo establece el artículo 1916 del Código Civil y la interpretación constitucional del derecho al honor, la responsabilidad por daño moral exige un hecho ilícito, una afectación real y una relación directa de causa-efecto. Pero cuando los señalamientos se derivan de actos vinculados al encauzamiento y pretensión o de ejercicio de una función pública —investidura adquirida por protesta constitucional—, no se configura daño moral, porque lo que se juzga es la naturaleza del desempeño institucional, no la vida privada.
Como lo explicó la Corte en la jurisprudencia 1a./J. 6/2014 (10a.), para que se imponga responsabilidad debe existir dolo o negligencia temeraria (malicia efectiva), lo cual no se configura cuando la crítica se sustenta en hechos de interés público y la expresión se dirige a actos cometidos en el ejercicio del poder o en el proceso electoral de pretender adquirir dicho poder mediante una elección para un cargo.
- El precedente es peligroso y retrógrada
Si prosperan criterios como los esgrimidos contra Héctor de Mauleón, cualquier periodista que investigue y denuncie la corrupción institucional podrá ser silenciado mediante la amenaza de una denuncia disfrazada de defensa de derechos. Esta lógica no solo coarta la libertad de expresión, sino que revierte décadas de avances en materia de acceso a la información, transparencia y control democrático del poder.
- La libertad de expresión es un pilar, no un privilegio
La libertad de expresión no es una concesión del Estado a sus ciudadanos. Es un derecho constitucional cuyo objeto es precisamente permitir el control social del poder. Las instituciones deben proteger la voz crítica, incluso —y sobre todo— cuando molesta a quienes ostentan cargos públicos.
Como recordó la Corte Interamericana de Derechos Humanos en Herrera Ulloa vs. Costa Rica, el discurso sobre asuntos públicos goza de protección reforzada y es fundamental para el funcionamiento del sistema democrático. Cualquier límite debe ser interpretado con criterios estrictos, porque el silencio impuesto es la antesala de la opresión.
- Conclusión: el poder no tiene fuero moral
Ni el daño moral ni la violencia política en razón de género deben convertirse en escudos legales para impedir la crítica legítima. El poder público es por naturaleza revisable, discutible y cuestionable. Quien no soporta ser señalado por su actuar como funcionario, no merece la investidura que ostenta ni la protección del sistema legal.
Convertir al poder en víctima es el primer paso para que el ciudadano se convierta en acusado. Y eso, en democracia, debe encender todas las alarmas.