Luis Farías Mackey
El poder es siempre una relación, de ahí la sabiduría en la máxima que dice que los pueblos tienen los gobiernos que merecen.
Máxima que repetimos como tarabillas, pero no asumimos. Entre los Mexicas el Tlatoani era un Dios, contra él se aliaron los pueblos dominados tras un Cortés a quien endiosaron como Quetzalcóatl retornado. Durante la Colonia adoramos unos reyes que jamás vimos. No acabábamos de independizarnos cuando gritábamos a un petimetre “Alteza Serenísima, Agustín I”, emperador de México. Vendría luego la caricatura que mejor define el fenotipo político del mexicano: Antonio López de Santa Anna, 12 veces presidente, ninguna recuperable. ¡Tan cercano y parecido al López de hoy! Vendrían luego Maximiliano y Carlota; tal fue la adoración mexicana que la segunda perdió la razón, imposible no recordar aquí a Martita. A Juárez lo salvo la muerte, si no se hubiese eternizado antes que Porfirio. La sabiduría de Calles fue institucionalizar el Tlatoanismo sexenal, no sin antes el magnicidio de Obregón que ya había logrado reelegirse en contra de la no reelección por la que habían muerto un millón de mexicanos en la Revolución.
A partir de entonces la adoración tiene fecha de caducidad, dando paso al renacimiento cíclico de la esperanza cada seis años. En este circuito hay dos partes, el objeto de adoración: el nuevo(a) Tlatoani, y los adoradores: nosotros, a los que me es imposible calificar de ciudadanos. Adoradores tan urgídos de creer en algo y esperar algo que, cual adolescentes que se enamoran del amor más que del ser enamorado, adoramos adorar; no es lo adorado lo que nos mueve, sino la sensación de adorar, de creer con toda el alma, contra toda posibilidad; la necesidad de tener alguien a quien entregarse y en quien depositar todas nuestras expectativas, de tocar lo divino. Adorar por la adoración misma, en una especie de onanismo adoratorio e infecundo. Estamos tan urgídos en qué creer que creemos no porque medie elemento alguno de confianza, sino porque nos apremia confiar en lo que sea antes de aceptar nuestra orfandad y desnudez.
Y de esa orfandad y desnudez, de esa necesidad de confiar contra toda lógica y pronóstico son de las que el conductismo, la tecnología informática y los populismos se aprovechan hoy en día. En este fin de época, donde todo se desmorona a nuestro alrededor, los vendedores de abalorios y castillos en el aire hacen de nosotros rebaño.
Pero la culpa no es sólo de ellos, es también y principalmente de nosotros. En los hechos hoy no elegimos gobierno, elegimos objeto y sujeto de adoración.
Séneca le recomendaba a Nerón no “Cesariarse”. Por supuesto no le hizo caso, sería tanto como recomendárselo a López Obrador que mientras más se le diga más se cesarea. Pero el vocablo viene en nuestra ayuda para “no cesariar”, si me permiten el término: “no endiosar en sí”. Recordando a la deschavetada Carlota: “No carlotizar”, no enloquecer a quien busca poder.
Sí, es cierto, el poder expande lo peor y mejor de quien lo ejerce, pero en México el poder siempre ha estado inmerso en una adoración teocrática fuera de todo el laicismo propio de la ilustración. Para nosotros el titular del Ejecutivo no es un ciudadano encargado de ciertas funciones públicas de las que tiene que rendir cuentas. Es un Dios en la tierra, salvador de todas las desdichas, la justicia divina en este valle de lágrimas, la sabiduría personalizada, el bien hecho hombre, la verdad con rostro, la bondad en guayabera o huipil. Ellos no necesitan cesariarse cuando de antemano nosotros los cesariamos hasta volverlos locos.
Es paradójico, pero nuestra desesperada búsqueda de candidato(a), no es de aptitudes y de actitudes que acrediten capacidades de gobierno y de política, sino de carencias personales y urgencias de adoración y cesarismo.
Hoy nuestro entusiasmo y urgencias de creer en algo, corre el riesgo de cesariar a Xóchitl Gálvez. Ella podrá tener todas las virtudes que se quieran, pero no hay nadie que pueda sobrevivir a la demencia adoratoria de un pueblo desesperado en busca de salvador o salvadora.
¿Quieren verdaderamente ayudar a Xóchitl? Comportémonos como ciudadanos, no como adoradores. Observemos objetivamente al sujeto, su pensamiento y sus hechos, y refrenemos en nosotros mismos la desmandada urgencia de endiosar.
No vamos a elegir un nuevo Dios(a) sexenal, sino un(a) funcionario(a) para responsabilizarse por un tiempo determinado de tareas públicas.
¿Quieres realmente ayudar a Xóchitl? Empieza por comportarte como ciudadano.
Xóchitl y México te lo van a agradecer.