El sonido y la furia
Martín Casillas de Alba
Serigrafía de Vicente Rojo para el libro Jardín de Niños (1978).
Ciudad de México, sábado 17 de octubre, 2020. – No conozco a alguien que recuerde lo que sintió durante los nueve meses que estuvo en el seno materno. Nadie se acuerda de la primera angustia, la Ur-angustia que experimentamos en el momento que empezamos a respirar y nos duele y, que yo sepa, son pocos los que han escrito al respecto, excepto los dos textos que conozco: uno de Samuel Beckett y, otro, de José Emilio Pacheco.
Rebeca García Nieto explica que Beckett “no puede sino preguntarse a veces si realmente es él o de él de quien habla la voz” y, Didier Anzieu asegura que El innombrable es una novela que responde por escrito a su analista: “me vinieron algunos recuerdos de mi existencia en el útero. Recuerdo sentirme atrapado, estando prisionero e incapaz de escapar… Recuerdo sentir dolor pero ser incapaz de algo para evitarlo…”
Esa novela la hemos leído y comentado, pero, para escribir esta nota, descubrí el Jardín de niños un poema de José Emilio Pacheco, que acompañó las serigrafías de Vicente Rojo publicadas en 1978 y que empieza así:
Abrir los ojos. Aún no hay mundo. Cerrarlos.
Ver las tinieblas prenatales. Allí
algo como el regreso al principio de todo.
Soy una amiba, un protozoario, un pez
que milenariamente va saliendo del agua.
Con espasmos de asfixia me interrogo
sobre el planeta humeante.
Me adentro en tierra firme. Ya respiro.
En la novela de Beckett hay una coma cada dos o tres palabras de tal manera que el narrador parece que está angustiado y, para acabarla de amolar, llega un momento en que no usa el punto y aparte, y, por eso, nos deja sin respiro alguno:
“… hay que seguir, entonces voy a seguir, hay que decir palabras, mientras las haya, hay que decirlas, hasta que ellos me encuentren, hasta que me digan, qué esfuerzo extraño, qué pecado extraño… quizá me trajeron hasta el umbral de la historia, delante de la puerta que se abre a mi historia, eso me sorprendería, que se abriera, voy a ser yo, va a ser el silencio, en el que estoy, no sé, no lo sabré nunca, en el silencio no se sabe, hay que seguir, no puedo seguir, voy a seguir…”
Cree que es un gusano, Worm, que apenas tiene extremidades. Está en la oscuridad y, en un momento dado, registra cosas y sensaciones de esa ‘memoria virgen’, así que, si alguien intenta asomarse por ‘el agujerito’ esto es lo que pasa… y escribe lo siguiente:
“Lo llamaré Worm, entonces. Era hora. Worm… Todavía no tuvo la palabra, el pobre. Murmura… Vamos a redondear nuestro pensamiento, antes de cagarme en él. Porque si soy Mahood, también soy Worm. ¡Plop! En ningún momento sé de qué estoy hablando, ni de quién, ni de cuándo, ni de dónde, ni con qué… ¿Qué decir de Worm que no tiene ni puta idea de cómo hacerse entender?… ¡Quizá si intento ser Worm por fin seré Mahood!… cosa que seguramente consiga si hago un esfuerzo.”
¿Alguna vez nos hemos imaginado cómo sería la vida en el vientre materno? ¿Sería como me imagino, estar en el paraíso perdido? No lo sé, pero, Beckett y Pacheco que son poéticamente más realistas, lo conciben de esta manera, tal como lo expresa en el Jardín de niños:
Lo que entre sangre y de la sangre brota
no es bello ciertamente.
Como una fiera se debate, lucha
con los puños cerrados y protesta
contra quienes lo arrancan. Una cola
lo ata a su especie humana. La cercenan.
Recibe el primer golpe. La luz lo hiere.
Hierve el estruendo de este mundo.
Ahora está solo y se defiende llorando.
Textos que provocan la “angustia de la primera noche en esta tierra”, imágenes que surgen en esos sueños, imposibles de asociar con lo que sentimos antes o a la hora de nacer, pero que podemos imaginar si leemos Jardín de niños o El Innombrable para poder tener un poco de luz en medio de la oscuridad.