José Luis Parra
Mientras la violencia se desborda, la salud pública agoniza y los políticos siguen mostrando sus lujos como si fueran influencers del derroche, el país se desangra en tiempo real. No hay oxígeno en los hospitales, pero sí hay para el champagne de la clase gobernante. No hay seguridad, pero sí joyas, viajes y trajes de diseñador. México, tierra de impunidad y cinismo, con pasaporte para el infierno… cortesía de los partidos políticos.
Y no, no es exageración.
La clase política nacional –toda, sin distingos cromáticos– se ha convertido en el principal tumor del país. Son ellos los que han podrido el sistema, los que pactan con el narco, los que se reparten el presupuesto, los que legislan con dedicatoria, los que viven como virreyes sin rendir cuentas a nadie. México no es una democracia: es una tragicomedia sexenal con reparto reciclado y guion de horror.
¿Y qué hace el régimen ante este desastre?
Fácil: distrae. Reforma política, reforma judicial, guerra a la oposición. Todo menos lo importante. Y lo hacen con un tono cada vez más burdo, más vulgar, más cínico. Se creen listos. Peor: nos creen tontos. Piensan que sociedad es sinónimo de masa estúpida y obediente. Un rebaño de liliputienses mentales incapaces de ver el teatro detrás de la cortina. Ojo: no subestimen tanto, luego la historia cobra.
Porque el país no se mide en progreso, se mide en sexenios. Cada seis años se reinicia el reloj de la infamia, y empieza la danza de los nuevos ladrones. Cada seis años el mismo circo, con nuevos payasos.
Y mientras la desesperanza crece, resuena en el aire una pregunta que parece sacada de un sketch cómico de la televisión:
¿Y ahora… quién podrá defendernos?
La respuesta, trágicamente mexicana, es: el Tío Sam.
Sí, las esperanzas de justicia ya no están en las fiscalías nacionales, sino en los juzgados de Nueva York. Queremos que nos salven desde allá, que citen a los narcos protegidos por el poder político, que abran los expedientes que aquí están bajo llave. Porque aquí los criminales gobiernan y los inocentes están enterrados.
Y sí, antes de que terminen de hundir a México, quizá alguien en Washington decida hacer algo. No por nosotros, claro. Sino por sus propios intereses.
Pero más allá del sarcasmo, viene una reflexión urgente: urge redefinir el concepto de traición a la patria. Urge dejar de ver al enemigo como extranjero y empezar a nombrarlo con nombre, partido y cargo público. La verdadera traición no está en las ideologías; está en los presupuestos saqueados, en las licitaciones amañadas, en los abrazos al crimen organizado.
Y sí, hay que pensar seriamente en revivir el paredón. No como espectáculo populista, sino como mensaje de justicia. Porque este país necesita castigo ejemplar, no discursos de autoayuda.
Ya es hora de dejar de pensar en reformas que maquillan al monstruo. Lo que se necesita es cirugía mayor. De tajo. Sin anestesia.
Porque México no necesita un mesías.
Necesita bisturí.