Por Alejandra Del Río
Trece personas muertas y decenas de heridas —al menos 98, con varios casos graves— no son una “incidencia”. Son el costo humano de una manera de gobernar: inaugurar primero, corregir después… y explicar siempre con el manual de la evasión. El 28 de diciembre de 2025, el Tren Interoceánico se salió de las vías cerca de Nizanda, Oaxaca, mientras tomaba una curva, en una ruta que conecta Salina Cruz con Coatzacoalcos. Lo confirmaron autoridades y reportes periodísticos serios: había alrededor de 250 personas a bordo entre pasajeros y tripulación.
El Interoceánico se concibió como alternativa logística estratégica. Esa idea puede tener sentido. Pero una obra estratégica no se sostiene con aplausos ni con lealtades políticas: se sostiene con ingeniería, mantenimiento, controles, supervisión externa y rendición de cuentas.
Con esa tragedia se descarriló, también, el discurso: el de la “obra emblemática” convertida en símbolo, no de modernidad, sino de improvisación institucional. La Fiscalía General de la República abrió una investigación para determinar causas y responsabilidades. Bien. Pero en México la palabra “investigación” se ha desgastado: suena a trámite, a protocolo, a conferencia de prensa. Lo que urge no es solo una carpeta: es una investigación exhaustiva de las omisiones oficiales que llevaron al descarrilamiento del tren y que se finquen responsabilidades, no por sed de venganza, sino para evitar que volvamos a ver estas omisiones y accidentes como éste en el futuro.
El problema ahora no es el accidente, sino el patrón que sigue este gobierno, este no es un hecho aislado. Medios internacionales subrayaron que el los proyectos del gobierno han cargado críticas por la rapidez con la que se construyen y administran estas “megaobras” y por su operación bajo control militar. Ese detalle, que se vendió como garantía de eficiencia, hoy se convierte en pregunta: ¿quién supervisa al supervisor cuando la misma estructura concentra construcción, operación, narrativa y control político del daño? Pero sin experiencia en construcción de infraestructura… ¿es culpa de los militares o de quienes les encargan asuntos completamente fuera de su esfera de experiencia?
Cuando un tren descarrila, el país no debería descarrilar hacia el clásico “fue una falla técnica” sin auditoría pública; ni hacia el “no politicen” que suele ser el escudo predilecto de quienes politizaron cada inauguración y cada listón cortado, sacando raja política.
Aquí la exigencia es simple: seguridad comprobable antes que retórica transexenal. Y eso implica revisar diseño de vía, mantenimiento, protocolos, certificaciones independientes, bitácoras, contratos, proveedores, pruebas de carga, y reportes de riesgo. No en secreto. No con “datos reservados”. Con trazabilidad y con mandos responsables por los hechos.
Otra vez nos encontramos con el elefante en el cuarto: asesorías, “honoríficas” y conflictos de interés, a la tragedia se suma un componente que erosiona todavía más la confianza: los señalamientos sobre irregularidades en la construcción y sobre la participación del hijo del expresidente López Obrador, Gonzalo López Beltrán como “consultor honorífico” en el proyecto. No pueden decir que no es cierto, cuando existen las declaraciones públicas del propio expresidente donde señala que su hijo “ha ayudado… como honorífico… pero no cobra”.
Que sea “sin sueldo” no elimina el conflicto: la influencia no se mide por nómina, se mide por acceso, decisiones, redes y favores. Y donde el poder se hereda por proximidad más que por méritos, cualquier figura “asesora” vinculada a la familia del presidente —aunque sea del sexenio anterior— obliga a un estándar más alto de transparencia, precisamente para disipar sospechas.
Hay múltiples versiones sobre “amiguismos” y presuntas redes de proveeduría alrededor del proyecto tras el accidente. Eso, por sí mismo, no prueba responsabilidades penales; pero sí confirma algo: la obra nació en un ecosistema donde la opacidad alimenta la sospecha.
Por eso, la única salida racional es una revisión que no dependa de la fe, sino de evidencia.
La presidenta Claudia Sheinbaum tiene una difícil decisión: romper el ciclo de impunidad o seguir cobijando a los hijos del expresidente y su legado de terror, ya prometió investigación y envió funcionarios para atender la emergencia, que es lo mínimo indispensable. Lo que falta es lo difícil: separar la justicia del proyecto político. Porque en México muchas tragedias acaban archivadas bajo el rubricado de “accidente” cuando en realidad son el desenlace de una cadena: licitaciones cuestionables, prisas por inaugurar, controles débiles, mantenimiento subfinanciado, y una cultura de corrupción e impunidad que vuelve “normal” lo que jamás debería serlo.
Si el gobierno quiere honrar a las 13 víctimas con algo más que condolencias, hay medidas claras:
1. Suspensión temporal del tramo hasta dictamen técnico público de seguridad.
2. Auditoría integral independiente (infraestructura, mantenimiento, operación y contratación).
3. Publicación de contratos y proveedores clave, incluyendo materiales críticos (vías, balasto, señalización, etc.).
4. Comparecencias técnicas, no propagandísticas: responsables operativos, supervisión, y mantenimiento.
5. Fondo de reparación y acompañamiento a víctimas y familias, con seguimiento médico y legal verificable.
Lo demás es narrativa
Hoy México tiene 13 razones —con nombre y familia— para exigir que el tren vuelva a su riel principal: el de la legalidad, la transparencia y la seguridad. Y que el poder, por una vez, deje de viajar en primera clase mientras la ciudadanía paga el boleto más caro: el de la vida.





