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El tubo de la vida y la muerte: El metro de la CDMX

Redacción Por Redacción
11 noviembre, 2019
en Arturo Sandoval
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Por Arturo Sandoval
10/noviembre/2019

MÁNDALOS POR UN TUBO – ¡TUBO, TUBO!

Así como la savia en el mundo vegetal y la sangre en todos los animales, desde luego en el hombre; viajan y dan energía a todo lo vivo en el planeta. La gente, el auténtico pueblo se convierte en savia y sangre dentro de una red, no de venas pero sí de largos cilindros; el tubo de la vida de la Ciudad de México: El Metro.

Probablemente no exista ciudadano perteneciente a cualquiera de los estratos socio económicos sin haberse escapado de viajar en el Metro: por necesidad, costumbre, curiosidad, contingencia; para ligar, robar, vender, llegar más rápido, ahorrar gasolina y estacionamiento, por uso cotidiano de ida y vuelta o más veces diariamente. Todo se ajusta a las necesidades de una enorme masa humana de 6 millones de usuarios convertidos en frenéticos glóbulos rojos, blancos, negros, amarillos, grises, azules, diariamente; de las 5 de la mañana hasta la una de la madrugada del día siguiente. Según datos de la OMS sobre la obesidad, podría ser la masa humana más pesada del mundo debido al primer lugar de México en sobrepeso y obesidad, ganado a pulso.

En el recorrido de las horas de actividad del gusano mecánico, el mosaico de usuarios va cambiando hasta drásticamente en colores, perfiles con relación a intereses y necesidades. Incluso en fines de semana ese mosaico muta de tonalidades para ser otro diferente a los días de entre semana. Así, el fenómeno se da de forma heterogénea y a veces muy variable entre cada línea, entre cada horario o entre cada tramo de traslado.

La sangre corre dentro de las venas, en esos tubos de vida para irrigar diferentes puntos y órganos y así marchen de forma correcta en un todo; digamos: el cuerpo humano tenga vida y actúe. De idéntica condición, la gente tiene un destino o varios, llega a través del Metro para hacer funcionar las actividades en: una oficina, en el hogar, en una escuela, en mensajería, en un restaurante, hotel, galería, museo, bancos, farmacias, centros comerciales, hospitales, centros de diversiones y de miles de puntos que se paralizarían si el Metro deja de funcionar.

El grueso de pasajeros del Metro como parte de su vida, puede estar dividida en tres tipos de usuario: el ejecutivo o gente de clase media alta y clase media que, por lo general usan la línea que cruza Polanco. La clase media utiliza esa misma línea, para cruzar colonia Del Valle, Guadalupe Inn, Nápoles, Condesa y otras. La clase popular, el grueso de la gente usa todas las líneas y a todas horas.

Viajar en el Metro es ser testigo de robos de celular, de tentones abusivos, coincidir con un suicidio; es meterse a una sesión de aromaterapia de alientos a Halls menta extrema, a tacos de cabeza, a cigarro o de plano el olor fétido producidos por lenguas amarillas y pasar por lociones o perfumes caros; también baños de arte y cultura urbana, juglares, decenas de vendedores vagoneros quienes ofertan pomadas con promesa de felicidad o best sellers de 10 pesos, desde el clásico ¿Quién se robó mi queso? a recetas de amor.

Uno de los personajes, ilustre usuario del Metro, es el famosos Masiosare, listo a poner en orden al que ose acosar a una dama, a quién ose ocupar el asiento destinado a incapacitados, a quién se atreva hasta mirarlo.

El Metro en horas pico (casi siempre) es una lata de sardinas convertida en sauna de 5 pesos; ahí, el espacio vital es inexistente, simplemente se pierde: parado, por la invasión epidémica de voluminosas y sádicas mochilas; sentado, por el vecino con sobre dimensiones u otro con las piernas y codos abiertos; donde los tubos para agarrarse son monopolio de una espalda o un trasero recargados en el metal.

Las personas nativas de ciudades dormitorio: comen, estudian, alimentan un noviazgo; piensan, meditan, cambian pañales, chatean, navegan redes sociales, fantasean, sueñan, leen, oyen música; ponen su parte en virus, bacterias, gases, fragancias, fluidos y demás: es un ente vivo, muy vivo. Y se echan hasta un coyotito dentro del vagón del Metro.
Cuando se pasa por el Tubo, no se está exento de vivir interesantes aventuras, dramas, anécdotas divertidas y… peligro de muerte.

Claro, no es lo mismo llorar la muerte de un ser querido dentro de un vagón del Metro, que dentro de un Mercedes Benz. Sólo grandes pensadores de la talla de Monsiváis, Woody Allen, Rius, Chaplin, Juan Villoro o Kafka, podrían acercarse para hacer una descripción exacta de la historia de la vida en el Metro de la Ciudad de México.

Si sumamos lo que hace el usuario diariamente y el tiempo que pasa en ese medio de transporte, veremos a una buena parte de su vida dentro de los vagones del Metro, enojado, preocupado, meditando, alegre, triste o indiferente. Alguna vez caminan solos por los pasillos para ver las mercancías de los negocios o de los vendedores ambulantes; otras esperan a la amada pareja o a la cita a ciegas bajo el reloj del andén. Sin omitir la compra-venta del acostumbrado producto anunciado por Internet y entregado en la pactada estación del Metro. No sólo son millones de personas el tránsito diario en el Metro, también la circulación de millones de pesos que cambian de mano lícitamente o no.

La pizza, los churros, los tacos de canasta, las donas, los helados alborotan el colesterol y enfiestan la diabetes de usuarios diariamente; no atarantan, algunas veces noquean a la lombriz. Los cientos de aditamentos para el teléfono celular, los audífonos de maraca auténtica a 20 pesos, tiendas de todo a 5 pesos, policías en los torniquetes tan celosos de su deber que con miradas inquisitorias revisan la credencial a adultos mayores, sin importar si el usuario se ve de 90 años.

En el Metro, es inevitable toparse con buenos samaritanos para ayudar a un desmayado o quien guarda y cuida la bolsa que no alcanzó a entrar al cerrase las puertas; vemos en las redes cibernéticas a una mujer quitarse los zapatos para dárselos a una indígena descalza; algunos sólo disfrazados de madre Teresa para timar a quién se deje. En este túnel de la vida, el péndulo va de lo malo a lo bueno y viceversa, para en su recorrido encontrar toda la gama de sentimientos y experiencias humanas.

Si la mente de cualquiera de los pasajeros del Metro pudiera imprimir los rostros de todos sus compañeros desconocidos en todo viaje, al final del día ocuparía toneladas de papel donde cada cara, gestos, risas, carcajadas, miradas, formarían un universo de vivencias entrelazadas bailando en creciente espiral.

La mayoría de gente viaja sola pero a veces bien acompañada con Harry Potter, El Principito, Séneca, Platón, García Márquez, Carlos Fuentes, TV Novelas, Juan Villoro, La Jornada, Basta, Sabines, Matemáticas I, Proceso, Aristegui, El Gráfico y con otros pasajeros en papel o digital, para hacer esa travesía de una hora o veinte minutos de muy agradable soledad.

En el mundo del Metro de la Ciudad de México, el hubiera sí existe, porque sin él muchas cosas no sucederían.
NOTA: la pregunta más importante, digna de la pura y mejor filosofía, es:

¿Tú qué sabes de la vida?… si nunca te has subido al Metro.

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