Por David Martín del Campo
Es el héroe por antonomasia. A mucha honra. Don Benito Juárez García, a través del tiempo, ha residido en los billetes de todas las denominaciones; en las monedas de 20 centavos y en las de 50 pesos, cuando los tres ceros del “error de diciembre”. Acercándose el solsticio de primavera había que ir a la papelería de la esquina para comprar una biografía ilustrada, las famosas “estampitas”, para acompañar nuestra inspirada semblanza.
21 de Marzo, con mayúscula, efeméride que celebrábamos en el patio central, la bandera ondeando en lo alto, y los más aplicados iban al estrado para leer, ante el micrófono, sus composiciones. “El pastorcito de Guelatao”, “el respeto al derecho ajeno”, el cerro de las campanas. Aplausos bajo el sol a plomo y al final, con el tocadiscos escolar, unidos todos para entonar la desafiante estrofa… “y retiemble en sus centros la tierra”.
Y encima que la fecha coincide con el cambio estacional, de por sí. Dos fueron los hitos del presidente Juárez. El primero la desamortización de los bienes del clero, la famosa Ley de Reforma, que nacionalizó buena parte del patrimonio eclesiástico. La segunda proeza, como bien se recuerda, fue la prolongada guerra contra la Francia napoleónica, de 1862 a 1867, cuando se pretendió hacer del país una monarquía de ultramar.
A eso habría que añadir los detalles de su propia biografía, ser un indio zapoteco ilustrado, de gran inteligencia, que logró encumbrarse en tiempos de la lucha de facciones (conservadores y liberales), no muy distinto a como hoy se respiran los tiroteos. El fusilamiento del emperador Maximiliano fue la culminación de su lucha antiimperialista. No por nada en aquel paraje queretano, el famoso Cerro de las Campanas, se erige una efigie monumental en basalto, que representa el triunfo de la nación contra toda ambición usurpadora de ultramar.
En sus sueños de soberanía a rajatabla, el presidente Luis Echeverría decidió decretar a 1972 (al cumplirse un siglo de su muerte) como el Año de Juárez. Así fue erigida en Iztapalapa (la avenida Guelatao) el pasmoso monumento de la Cabeza de Juárez, iniciada por el escultor David Alfaro Siqueiros. De ese modo tenemos avenidas y calzadas por todo el país celebrando al así nombrado Benemérito de las Américas, con eso de que el adjetivo rima con su propio nombre, que obedece al Santo de Nursia (480-547 DC), famoso exorcista.
Esa peculiar circunstancia, la de ser electo presidente de un país y pertenecer a una minoría étnica distinguida por su segregación, puede equipararse a varios casos más o menos recientes. Uno sería el de Nelson Mandela en Sudáfrica (1994-1999) y otro, muy obvio, el de Barack Obama en Estados Unidos durante los dos periodos que cubrieron de 2009 a 2017. Y qué decir del dirigente aimará Evo Morales, en Bolivia, que se reeligió como presidente en tres periodos consecutivos, de 2006 a 2019, en que fue depuesto por las fuerzas militares.
Algo de eso hay en toda contienda política nacional. La pregunta recóndita, que no siempre aflora, y que responde a la cuestión de quién de los contendientes se asemeja más a lo que representó Cuauhtémoc (o Cuitláhuac), frente a lo que significaría la estampa del conquistador Hernán Cortés o, ya puestos en esa dimensión, el general Winfield Scott, vencedor en la guerra de 1848, cuando perdimos la franja territorial que va de California a Tejas.
Oaxaqueño de cepa (al igual que don Porfirio, su paisano), Benito Juárez seguirá viviendo en el imaginario escolar y en todas las plazas públicas, ubicuo al fin. Igual que cuando nuestros maestros se desvivían relatando su vida como el héroe necesario para explicar el tumultuoso siglo XIX mexicano, del cual somos herederos y, a mucha honra, recipiendarios. A pesar de las bromas y la exageraciones, para bien, para mal, todos somos legatarios del Benemérito.