Por David Martín del Campo
Que era prima de Rosario Castellanos. Que la poeta la recibió en su casa, cuando muchachita, para buscar el estrellato a los catorce años. Era coqueta, retadora, y no cantaba (literalmente) mal las rancheras. Así la muchacha Irma Consuelo Cielo, apenas cumplir los 21, en julio de 1955, pudo por primera vez ejercer el derecho al voto, una vez que el gobierno de Adolfo Ruiz Cortines lanzó la iniciativa constitucional.
El miércoles pasado, a los 89 años de edad, Irma Serrano se fue al cielo de las voluptuosas, y a mucha honra.
Poseedora de una belleza, lo que se dice, despampanante, Irma Consuelo supo muy pronto el poder que su personalidad despertaba. Y lo usó sin desparpajo, convirtiéndose en una especie de Marylin Monroe “a la mexicana”, que al igual que la rubia gozó de la suntuosa intimidad en la casa presidencial.
Mucha tinta ha corrido en torno al asunto, que no hace sino confirmar la habitual simbiosis que se observa cuando los grandes hombres del poder enfrentan a mujeres de extrema donosura. John Kennedy y Marylin, Nicolás Sarkosy y Carla Bruni, José López Portillo y Sasha Montenegro, Juan Domingo Perón y Eva Duarte, por mencionar algunos casos.
Pero eso no fue todo en la vida de la insólita actriz, que actuó en innumerables películas prestándose en papeles de arrebato y seducción. No se equivoca quien busque el parangón con María Félix, sólo que con menos glamour y más desfachatez. Una era “la Doña”, la otra simplemente “la Tigresa”.
Fue cantante de ranchero, en despecho, y ganó varios premios discográficos (El amor de la paloma, Nada gano con quererte), pero su mayor éxito, que la situaría definitivamente en el estrellato, fue la interpretación del corrido “La Martina”, (su emblema autobiográfico), y cuyo origen algunos remontan al Romance español.
Quince años tenía Martina, cuando su amor me entregó, a los dieciséis cumplidos, ¡una traición me jugó!
Eso fue todo, la Tigresa confirmaba, sin otorgar, la fama que se iba creando como amante de los hombres del poder; desde Fernando Casas Alemán, gobernador de Veracruz, hasta Gustavo Díaz Ordaz, Presidente en el periodo 1964-70. Sabía que su poder residía en sus ojos maquilladísimos, en su anatomía, en su personalidad altanera. Felina por todos los lados, mitad pantera mitad jaguar. Eso se desprende se sus libros de cínica autobiografía: “A calzón amarrado”, y “Sin pelos en la lengua”.
De pronto, en plena madurez, sabiendo que la farándula ya no le redituaría tanto como cuando se desempeñaba en su teatro Frú-Frú (ex “Virginia Fábregas”), la Tigresa decidió lanzarse a la política, convencida por Rafael Aguilar Talamantes, dirigente fundador del Partido del Frente Cardenista de Reconstrucción Nacional (¿les suena a algo?), mejor conocido como “el ferrocarril”, PFCRN. No le fue bien, perdió; pero después, incorporada al PRD, fue senadora por Chiapas de 1994 al año 2000, aunque concluyó como independiente.
Actrices y cantantes que han roto con los tabúes suman una veintena… Isela Vega, la española Marisol (Pepa Flores), Janis Joplin, Edith Piaf, ¿Gloria Trevi?, Bette Davis, ahora Shakira. Está muy bien su irreverencia, la denostación al machismo, el uso y abuso de los encantos femeninos para su propio provecho.
Así ocurre de cuando en cuando. Una niña bonita, que de tanto celebrarla, comprende que es portadora de un poder subyugante. Los hombres se rinden ante su belleza, les ofrendan todo… ramilletes de rosas, residencias, convertibles. Algo hay en la belleza femenina cuando excede la norma, pregúntenle a Brigitte Bardot, a la llorada Raquel Welch. Luego las llamarán de cien maneras, seductora, “femme fatale”, vampiresa, diva, porno star o lo que sea. Lo cual lleva al diván del psicoanálisis y los complejos masculinos bajo la égida de Yocasta.
¿Habría alguno que le preguntara eso, el miércoles pasado, a la sobrinita traviesa de Rosario Castellanos? Oiga, y ahora que celebremos el 8 de marzo, ¿cómo ha cambiado el país y la presencia de las mujeres en el entorno social? La Tigresa habría callado un momento, después soltaría la carcajada… ¡A ella con esos cuentos? O el rugido, al fin.
—