RELATO
Antes de abandonar el lugar que durante toda una vida había sido su hogar, el viejo quiso cerciorarse de que no estaba dejando ni olvidando nada. Su mirada entonces fue recorriendo los vestigios del cuarto en que ahora se encontraba. En su interior sentía la necesidad de cargar con todas aquellas cosas, pero al ver que solamente unas cuantas podía llevarse, se sintió muy desolado.
Una foto de ella, y algunos objetos de su pertenencia; ¡nada más! Afuera lo esperaba la realidad, las ruinas de su pueblo bombardeado por los enemigos. No había quedado nada de aquel bello lugar. Todo había sido completamente destruido.
El viejo se había salvado casi de milagro. Su esposa, al encontrarse bajo el techo de aquel cuarto, había muerto aplastada por los escombros. “Malditos nazis”, gritó el esposo de la mujer aquella vez. “¡MALDITOS!” A continuación corrió hasta donde su cuerpo se encontraba, y con un frenesí total se puso a desenterrarla.
Sus manos levantaban los pequeños pedazos de escombros. Parado junto a él, su perro no dejaba de ladrar. El viejo había empezado a sudar, a pesar del mucho frio que hacía en este lugar. Después, al tratar de levantar un pedazo enorme de cemento, y al no lograrlo, sin darse cuenta, lo dejó caer sobre la punta de sus dedos. El viejo entonces emitió un juramento al instante en que sus sentidos experimentaron el dolor.
La sangre empezó a emanar por la herida. El viejo, sacando el pañuelo de su bolsillo, se envolvió los dedos. Y así fue como él pudo continuar con su labor de rescate. Su perro parecía intuir toda la situación. No dejaba de ladrar y de lloriquear. El viejo le decía cuanto podía para que se callara. Pero el perro solamente arreciaba sus ladridos.
Al final, cuando el cuerpo de su esposa quedó liberado, el viejo vio que ya no había nada más por hacer: ella ya estaba muerta. “Oh”, se lamentó el viejo. “Estos malditos alemanes me han quitado lo que más amaba en la vida”. “¿Qué es lo que puedo hacer ahora?”, se preguntó, sabiendo que afuera lo único que podía estarlo esperando era también la muerte misma.
Mientras volvía a enterrar su cuerpo allí mismo, el viejo nunca dejó de pensar en las posibilidades que pudiese haber para él. La guerra había terminado. Ahora, lo único que le quedaba era abandonar este lugar que durante toda una vida había sido su hogar. ¡¿Cómo iría a hacerlo ahora?! ¿Simplemente caminando hacia la puerta, saliendo y ya? No. Dejarlo todo atrás no era así de fácil.
Después de terminar de colocarle una cruz encima, el viejo acercó su cara para así besar lo que ahora era la tumba de su esposa. “Adiós”, dijo al incorporarse. En su bolsa ya llevaba guardada una foto de ella. “Adiós por siempre”. El perro, que no había ladrado desde hace varios minutos, nuevamente empezó a hacerlo. El viejo, agachándose frente a él, se puso a acariciarle su cabeza. “Es hora de partir”, le dijo. El perro, pareciéndolo entender, movió su cola como diciendo “de acuerdo”.
Al traspasar el umbral de la puerta principal, los ojos del viejo vieron la escena más triste que uno se pueda imaginar. Todo era desolación y abandono. De aquella ciudad, ahora, solamente quedaba restos quebrantados por la estupidez de unos seres humanos, que por caprichos suyos un día habían decido inventar algo llamado “GUERRA”.
FIN.
Anthony Smart
Julio/02/2019