por David Martín del Campo
El asunto es la inmortalidad. Que el egregio paladín perviva por siempre en el corazón de los ciudadanos. Aplausos, vítores, y que la pátina del tiempo no los haga sucumbir. ¡Vivan los héroes que nos dieron patria y libertad, los que salvaron la banca estatizada, los que adquirieron las vacunas de Pfizer contra el Covid-19!
Siempre habrá alguna proeza que celebrar, sólo que para impedir que la efeméride se esfume con el discurrir de las calendas, el escultor se yergue como el artista necesario. Esculpir la estatua del prócer, y que ya las nuevas generaciones se encarguen de desfilar ante el pedestal de granito memorizando el apotegma que lo definió: “El respeto al derecho ajeno…”, “¡Hoy, hoy, hoy!”, “Defenderé al peso como un perro”.
Se han llevado las estatuas de Ernesto Guevara y Fidel Castro de la banca donde reposaban en el parque de la Tabacalera. La alcaldesa Alessandra Rojo de la Vega aseguró que la medida fue porque las figuras eran víctimas del vandalismo permanente. Así ahora, resguardadas de las inclemencias, descansarán en la bodega vigilando cómo evoluciona la revolución continental que inició con el asalto al Cuartel Moncada el 26 de julio de 1953. Y lo que sobrevino.
Por cierto que el jueves pasado falleció Isabel Custodio, quien fuera pareja sentimental de Castro Ruz durante su exilio en México. La guapa señora es autora de
“El amor me absolverá”, novela que hace un guiño a la célebre frase que el doctor Castro lanzó cuando fue condenado por el régimen de Fulgencio Batista.
Como algunos recordarán, el batallón que daría inicio a la revolución en Cuba se formó en la ciudad de México, entrenando en las faldas del Chiquihuite y organizando la estrategia en las mesas del café La Habana.
En 1956 el grupo adquirió el yate “Granmá” en Tuxpan, Veracruz, en el que iniciarían la travesía revolucionaria. Lo tripulaban 82 expedicionarios –entre ellos Fidel y Raúl Castro, el Ché Guevara y Camilo Cienfuegos–, de los que un año después sólo sobrevivirían doce. Lo demás es historia.
El grupo vivía disperso en los alrededores de la colonia Tabacalera, donde fueron apresados por el director de la DFS, Fernando Gutiérrez Barrios, quien los mantuvo en prisión varias semanas. Luego, por órdenes del presidente Adolfo Ruiz Cortines, fueron liberados, y no perdieron el tiempo para iniciar su travesía en el desvencijado yate que les costó 50 mil pesos. De ahí que en el verano de 2017 el delegado Ricardo Monreal contratara al escultor Oscar Ponzanelli para realizar el par de figuras de bronce que celebran el encuentro de Fidel con el Ché.
Han retirado sus efigies por no ser del gusto de la alcaldesa, igual como fue retirada la estatua de Cristóbal Colón de la glorieta que aún lleva su sombre. Igual suerte corrió la figura ecuestre de José María Morelos en la autopista a Cuernavaca (en realidad fue sustraída en 2012), como fue arrebatada la efigie de Vicente Fox en Boca del Río, y derribadas las efigies de Lenin en Moscú al desaparecer la URSS; ya no se diga las estatuas de Saddam Hussein en Irak durante “la Madre de todas las Batallas”.
¿Alguien recuerda cuando en 1943 la Liga de la Decencia logró que a la Diana Cazadora (obra de Juan Olaguíbel) en Paseo de la Reforma le fueran añadidos unos calzones de bronce?
El crimen de apostasía tuvo su esplendor en los siglos VII y VIII de nuestra era, cuando los primeros cristianos se lanzaron a destruir las representaciones de Cristo y los santos obedeciendo el edicto de iconoclastia decretado por León III, quien decretó que “se debía venerar al Ser Supremo y no a sus representaciones”.
Ha sido la tradición en los periodos de turbulencia. Los soldados de Hernán Cortés destruyendo los monolitos de idolatría, o el gobernador radicalista de Tabasco, Tomás Garrido Canabal (1923-35), incitando a quemar iglesias y fusilar santos, apoyado en el movimiento de los Camisas Rojas que, irónicamente, comandaba el insigne Carlos Madrazo, después dirigente del PRI.
Camisas Rojas, Ligas de la Decencia, milicianos de Hamas; cada cual halla sus razones para ejercer los nuevos modos de la herejía. Destruyamos, arrasemos, arranquemos las efigies de nuestros rivales, al fin que para alcanzar al Benemérito en su alto pedestal, los vándalos encapuchados no le llegarán ni a los talones.
Su furia iconoclasta le hace lo que el viento.