Magno Garcimarrero
Roncar es una de las pocas actividades nocturnas que nos van quedando a los seres humanos, una vez que hemos sobrepasado la madures y llegado a la bendita senectud. Son el aviso inequívoco de que debemos prescindir de compañía en el tálamo para jadear sonoramente a gusto, sin que nadie nos moleste, nos codeé o nos despierte con cajas destempladas reclamándonos que no la o lo dejamos dormir, cuando es precisamente la pareja o parejo quien comete la imprudencia de interrumpir nuestro sonoro sueño envuelto en roznidos acompasados y cadenciosos que, lejos de alarmar, debieran tranquilizar a quienes los escuchan, porque son el mensaje de que no se está durmiendo junto a un cadáver.
El mundo, supongo, está compuesto de dos medios mundos; esto parece una perogrullada, pero no lo es, porque una mitad es de hombres y la otra mitad es de mujeres, así que hay diferencia de un medio mundo con el otro medio mundo; esto vale para hacer notar que, en el universo de la vida en pareja, medio mundo despierta a la otra mitad, pretextando que no la deja dormir con sus ronquidos, Pero ¿Quién es el imprudente? ¿El que ronca con la paz de Dios en el gaznate, o quien empuja, tose, jala las cobijas, le aprieta la nariz o cimbra la cama para que el otro se reacomode y deje de himplar?
El miembro de la pareja que permanece en vigilia escuchando los gargarismos del durmiente, suele implementar mecanismos de sobresalto para lograr que el otro despierte; aparte de los ya comentados, que son los comunes y corrientes, hay algunos más sofisticados: por ejemplo, aplaudir, que puede ir desde una sola palmeada, hasta una ovación cerrada como si se tratara del final de un concierto de trombones. Hay quien se ha atrevido a encenderle en pleno rostro una lámpara de siete pilas al apacible roncador, y últimamente me he enterado por una vecina, que al lado de su casa la señora se atrevió a sacar una cuarenta y cinco del armario del licenciado, su marido, habiéndola descargado al aire para que el hombre cobrara una nueva postura silenciosa. La mujer se guardó la última bala, para silenciar al marido definitivamente, en caso de no atender los ocho plomazos anteriores. Por su parte el licenciado despertó alarmadísimo gritando: “tírate al suelo” y repitiendo la frase a la vez que hacía lo propio, pero al ver que la señora, en la penumbra de la noche no atendía la orden, se le echó encima, la tiró sobre la alfombra y, como ella no tuvo tiempo de esconder la pistola, lo que pudo haber terminado en un refrendo de la luna de miel, acabó en el ministerio público en la mesa de atención a delitos de violencia intrafamiliar.
La inercia social, la moral pública, las creencias religiosas nos han dado como buenas y dignas de observancia obligatoria, situaciones que, analizándolas sin prejuicios, son errores vitales gigantescos; uno de ellos es precisamente la vida en pareja en la misma cama, bajo el mismo techo, y peor, sobre el mismo colchón, tapados con la misma cobija. Esto puede ser bueno por unos cuantos días, pero… ¡¿Hasta que Dios baje el dedo!? Es una terrible necedad. Roncar es el más claro aviso de que estamos equivocados, y no me refiero al que gañe sino al que le oye impaciente los gañidos.
Los que dormimos varraqueando, no somos aparatos de sonido ni televisiones, somos seres humanos cansados pero vivos; no tenemos un botón que diga “mute”, el que con sólo oprimirlo con la yema del dedo índice obre el milagro tecnológico de silenciarnos. Dios no nos dotó de ese adminículo, chip o circuito integrado, y no lo hizo, sabiamente, para hacernos saber que, a nuestra avanzada edad, disfrutar de la cama debe ser un acto de autonomía, roncar equivale a lanzar el grito de independencia: “Viva yo, vivan mis bufidos, viva mi gañote y mis pulmones que me dieron oxígeno, viva la cama individual y el cuarto de soltero, viva la soledad nocturna. Muera quien imprudentemente nos despierta para poder dormir y no se le ocurre cambiarse de cuarto. Grzgrzgrzgrzzzzzz”.
M.G.