Javier Peñalosa Castro
Un ejército de comerciantes surgido de la sempiterna crisis económica a que nos tienen sometidos los llamados gobiernos neoliberales se desplaza de forma ordenada por las calles de la ciudad de México a lo largo del día para obtener algunos pesos de quienes tienen un empleo o una actividad remunerada.
Antes de que despunte el alba, en las calles más transitadas por peatones y vehículos, las inmediaciones del Metro, Metrobús y otros medios de transporte público; escuelas de todos los niveles educativos, oficinas públicas y privadas, hospitales y otros puntos de concentración masiva, se despliega una ordenada multitud de verdaderos comerciantes ambulantes, que bien sobre una mesa, bien a bordo de todo tipo de vehículos (desde bicicletas hasta camionetas abiertas y cerradas, pasando por autos y motocicletas de carga) ofrecen potentes combinaciones de los tres granos más consumidos en el mundo (trigo, en el pan de la torta, maíz en el tamal con que se rellena ésta y arroz en el atole con que se acompaña) a los madrugadores con buen apetito y mejor digestión.
El menú mañanero también incluye café, pan dulce, tortas, chilaquiles, entre otras viandas y, por supuesto, hay opciones reducidas en calorías, como jugos, ensaladas, licuados de frutas, yogur y granola para quienes procuran conservar la línea y los niveles ideales de azúcar, colesterol y triglicéridos.
También para este público, la oferta callejera de las primeras horas se complementa con artículos de belleza y aseo, como cremas, cosméticos, cepillos y pasta de dientes, peines, pañuelos desechables, guantes, bufandas y calcetines para paliar el frío.
A últimas fechas, en las calles se pueden encontrar libros y revistas de todo tipo, que coexisten con puestos en los que se ofrecen baterías, cargadores para celular y otros accesorios, así como ropa nueva y usada y cigarros de marcas pirata.
A eso de las once y media de la mañana, la oferta para el desayuno deja paso a servicios como la reparación de relojes, la venta de zapatos, calcetines e incluso ropa interior.
A esta hora, los viandantes reciben —literalmente— atención de pies a cabeza, lo mismo de podólogos callejeros especializados en la extirpación de callos, uñas enterradas, ojos de pescado y otros flagelos de los pies, que de expertas en manicura, aplicación y decoración de uñas de gel, planchado de cejas y otros artilugios para realzar la belleza.
A diferencia de las “peluquerías de paisaje” que otrora menudeaban en los suburbios, hoy los clientes son atendidos en corredores de puestos callejeros que funcionan hasta el atardecer.
En lo que concierne a la oferta gastronómica, al cierre de los puestos de alimentos para el desayuno, se instalan los ciclistas que ofrecen tacos de canasta, los puestos de gorditas, quesadillas y tlacoyos y los tacos de guisados, carnitas, birria, suadero, cabeza, carne al pastor y bistec.
A eso de la hora de la comida —entre dos y cuatro de la tarde— menudean los autos que, en la cajuela abierta, venden comidas completas a oficinistas, obreros, albañiles y otros empleados. Al igual que los del turno matutino, se retiran en cuanto termina la hora de comer, o antes si tuvieron la suerte de vender toda su mercancía.
Al oscurecer, junto con la oferta vespertina de elotes, esquites, camotes y plátanos al vapor, resurgen los puestos de tamales, atole y pan dulce, que se retiran entre 10 y 11 de la noche ´para dejar la clientela en manos de los dueños de puestos fijos de lámina, que venden tacos al pastor, de bistec, suadero y cabeza a los desvelados.
Durante todo el día, gelatinas, flanes, arroz con leche, pasteles, cacahuates, papitas y otras golosinas dulces y saladas acechan al transeúnte —y ponen a prueba su templanza— a la salida de las estaciones del Metro, a la vuelta de cualquier esquina y sitios insospechados, como soportales y vestíbulos.
Por la noche es posible encontrar pan hecho en hornos caseros a precios más parecidos a los de las panaderías de ciudades poco pobladas que a las cadenas que dominan este mercado en la Capital.
Claro. Los verdaderos ambulantes ponen “diablitos”, cargan con tanques de gas e incluso anafres de carbón que implican algún grado de riesgo, pero ponen y quitan su puesto diligentemente y generalmente mantienen limpio el espacio que ocupan.
A diferencia de éstos, han proliferado en todos los rumbos de la Ciudad puestos fijos de lámina que generalmente se dedican a la venta de tacos, tortas y hamburguesas, que ocupan banquetas estrechas y otros espacios poco propicios para esta actividad de forma permanente. Los más prósperos, incluso han adquirido predios aledaños a sus negocios, pero lejos de dejar los que instalaron en la vía pública, los multiplican a ciencia y paciencia de las autoridades de todas las delegaciones, y con ello quitan oportunidades a quien realmente lo necesitaría, siempre con la idea de que se trata de algo temporal.
En todas las ciudades del mundo se tolera el comercio callejero. Sin embargo, suele existir una regulación sobre lo que se vende, el número y la densidad de los puestos, así como el pago de algún tipo de derechos, en bien de la ciudad y para dar seguridad al propio comerciante.
La Ciudad de México es indulgente por naturaleza. Aquí hay espacio para todos, y la gente está dispuesta a compartir lo que tiene. Los verdaderos ambulantes cumplen una función importante, más allá de que generalmente se ganan la vida honradamente. Ellos han establecido un orden y un equilibrio que mantienen por conveniencia propia.
Corresponde a la autoridad acabar con el abuso de quienes, pese a no necesitarlo, acaparan el espacio público y cancelan oportunidades a quienes las necesitan.