Javier Peñalosa Castro
Se espera que la semana próxima el presidente electo Andrés Manuel López Obrador dé a conocer las bases para la celebración de la consulta pública — sin carácter vinculatorio, para que, quienes suelen hacerlo, no se desgarren las vestiduras— sobre la construcción del nuevo aeropuerto internacional del Valle de México. De antemano, quienes forman la minoría rapaz de empresarios que se han visto beneficiados con esta obra faraónica, han cuestionado las características y el financiamiento de este sondeo y, sobre todas las cosas, descalifican la iniciativa con el argumento de que el pueblo no tiene nociones de aeronáutica.
Sin duda, no las tiene, y no tendría por qué tenerlas. Lo que sí sabe la gente —y desgraciadamente lo ha experimentado en carne propia— es cómo le está afectando la destrucción, no sólo del precario equilibrio ecológico que proveyó a la zona el ambicioso Plan Texcoco, encabezado por el notable ingeniero mexicano Gerardo Cruickshank, sino de cerros y terrenos aledaños, de los que están extrayendo material para tratar de estabilizar el fangoso estrato sobre el que se lleva a cabo la edificación de este elefante blanco.
Por supuesto, las poblaciones originarias de zonas como San Salvador Atenco —que ya en la época de Vicente Fox impidieron que se perpetrara el ecocidio en marcha— y de otros asentamientos humanos de la región lacustre que hoy están siendo afectados, se han manifestado en contra del aberrante negocio, que contra viento y marea quiere llevar a cabo este grupúsculo de negociantes sin escrúpulos, que ve relucir como si fueran oro los predios salitrosos y altamente contaminados de la zona, en los que ya ven, como espejismos, nuevos centros comerciales, torres de oficinas y miles de viviendas —aunque la provisión de los servicios básicos luzca totalmente cuesta arriba — y que, a no dudarlo, han estado especulando con todos los terrenos de la zona, al tiempo que se frotan las manos con el destino que se daría al extensísimo predio que ocupa el actual aeropuerto, en los rumbos de Balbuena, que ya ha despertado el insaciable apetito inmobiliario del mismísimo Carlos Slim.
Los dirigentes de las llamadas cúpulas empresariales mantienen la presión sobre los miembros del nuevo gobierno, a quienes corresponderá la consulta con base en la cual López Obrador habrá de tomar la decisión. Sin embargo, tanto Javier Jiménez Espriú, nominado como secretario de Comunicaciones y Transportes de la nueva administración, como Alejandro Encinas, perfilado como titular de la Subsecretaría de Derechos Humanos y otros futuros funcionarios, se han entrevistado con los ciudadanos afectados por el proyecto y les han anticipado que se escucharán y todas las voces y se tomará una decisión justa a partir de éstas y del resultado del sondeo.
Encinas dijo que este proyecto fue un enorme error y lo describió como un monumento a la corrupción. En ánimo de mantener la buena relación que aparentemente mantiene el presidente electo con los empresarios, tanto él mismo como Alfonso Romo, el futuro jefe de la Oficina de la Presidencia, han insistido en que, pese a las opiniones desfavorables de especialistas, habitantes de la zona y futuros funcionarios federales, la obra en Texcoco no se ha descartado y será hasta que concluya la consulta cuando se decida qué camino habrá de seguirse. Sin embargo, son muchos los contras que se perciben en el proyecto.
Incluso el panista José Luis Luege Tamargo, ex titular de la Conagua, quien lejos está de la izquierda morenista y no tiene hueso a la vista que defender, mantiene una valiente y persistente campaña para tratar de crear conciencia sobre el desastre que significaría para el Valle de México llevar este capricho del clan mexiquense hasta sus últimas consecuencias e incluso plantea alternativas como retomar la propuesta de incentivar el uso de aeropuertos de ciudades cercanas a la capital, como el de Toluca, mediante la oferta de un transporte rápido y eficiente, como el tren rápido que se está construyendo de Zinacantepec a Observatorio, y que con una inversión menor, podría llegar a dicha terminal aérea.
Recuerdo que, a principios de la década anterior, Arturo Montiel, ese ejemplo de probidad y austeridad republicana, hizo incluir en las placas de circulación de los vehículos del Estado de México una representación gráfica de los aviones que él ya veía surcando el espacio aéreo texcocano, dado que Vicente Fox ya había dado su bendición para el proyecto, pese a todos los problemas que implicaba, y que finalmente terminaron echando atrás los pobladores de San Salvador Atenco.
Sea cual fuere el resultado de la consulta que se anunciará la próxima semana, resulta claro que nada compensará la voracidad desatada por la camarilla que ha desgobernado y desgobernará al país durante casi seis años, y que ha reportado pingües ganancias a unos cuantos “elegidos”.
Si continúa la obra, como quieren todos los que tienen una tajada en el negocio, seguirán inflándose los costos para concluir el proyecto pero, sobre todo, habrá que cargar con el peso permanente que representa el elevadísimo costo de mantenimiento de una obra con una interminable lista de desventajas; si se cancela, para optar por otra alternativa, habrá que mandar lo gastado a fondo perdido y emprender un nuevo gasto que, por más racional y austero que sea, habrá de sumarse a lo desembolsado por el peñato.
Sin embargo, la actual parece una buena ocasión para pensar y construir una iniciativa novedosa para resolver este terrible acertijo.