Por Aurelio Contreras Moreno
A pesar de que personal y profesionalmente encarna todas las características del estereotipo de lo que en la jerga política se reconoce como un tecnócrata, el virtual candidato del PRI a la Presidencia de México, José Antonio Meade Kuribreña, ha tenido que meterse en el huevo del dinosaurio priista para intentar renacer como uno más de ellos.
Conocido el apego de su jefe político, el presidente Enrique Peña Nieto, por los más arcaicos rituales de la política al estilo del viejo régimen, Meade ha tenido que enfundarse en botargas en las que se nota que le resulta difícil moverse con agilidad.
Primero tuvo que jugar a las “escondidillas” como un “tapado” al que le quitaron la “capucha” desde hace varios meses, algo que fue evidente para todo mundo menos para los demás aspirantes de su entorno político a la candidatura presidencial, que hasta el final “pujaron” por obtener una nominación que tenía tiempo de haber sido decidida, y que al final no fue demasiado difícil de “planchar” luego de oficializarla.
Una vez ungido, Meade ha tenido que pasar por todas las etapas de eso que de manera por demás cursi se ha dado en llamar la “liturgia” priista, que incluye las muestras de apoyo “unánime” de parte de todos los sectores del PRI, que de manera “súbita” reconocieron en el ex secretario de Hacienda y de Desarrollo Social al hombre que el tricolor y el país “necesitan”.
Por supuesto, no han faltado las “señales” que muestran la dedicación de Meade para llevar a cabo la “operación cicatriz” con sus contrincantes internos, con quienes se deja ver en amenas charlas en lugares públicos a los que ¡oh coincidencias!, llegan fotógrafos que captan el momento preciso y envían esas imágenes a los medios de comunicación.
Como no tiene un ápice de experiencia en lides electorales, y por ende su imagen resulta prácticamente desconocida para el grueso de la población, el por lo general ecuánime José Antonio Meade de pronto “se puso los guantes” y comenzó a criticar a sus potenciales –y muy seguros- adversarios, con el objetivo de posicionarse en una arena que le es completamente ajena, pero a la que ya aceptó subirse.
Por supuesto, en esa “titánica” tarea lo acompañan los medios de comunicación afines al actual régimen, que no dejan de exaltar cada uno de los pasos del novel aspirante a Presidente de la República, como si su sola nominación fuera, como otrora, garantía de triunfo.
No importa que haya arrancado en tercer lugar en prácticamente todas las encuestas. Las serias. No las mandadas a hacer ex profeso como material de campaña.
A pesar de la desventaja inicial, el sistema confía en el repunte de su delfín, gracias a lo que en ese mismo pasado “glorioso” hubiera resultado un obstáculo cuasi infranqueable: Meade no es priista. Al menos no es militante. Y por ende, en una lógica bastante simplista, no tendría por qué cargar con todos los lastres que han derrumbado al PRI en las elecciones de los últimos tiempos, particularmente el que más le pesa y lo dibuja con una suerte de hiperrealismo: la brutal corrupción.
En lo que José Antonio Meade sí es un ortodoxo absoluto es en su fe y lealtad a las recetas de los mercados globales, de cuya aplicación ha sido un “chef” especializado, al grado de que su postulación como precandidato se dio a la par de la renovación de una línea de crédito del Fondo Monetario Internacional para México por un monto de aproximadamente 88 mil millones de dólares. Otra vez, esas malditas “casualidades”.
José Antonio Meade, hay que reconocerlo, ha sido un funcionario destacado en su ámbito, lo cual le permitió transitar de un gobierno panista a uno priista, y de ahí a una candidatura presidencial. Que se sepa, no hay indicios de corrupción en su hoja de servicios.
Sin embargo, una vez enfundado en la piel del dinosaurio, tendrá que aprender a no tropezar con la enorme y hedionda cola que éste arrastra.
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