Luis Alberto García / Moscú
*Intoxicación futbolera en medio de una crisis política y económica.
* “Esa situación se la debemos al presidente Mauricio Macri”.
*Muchos estadios: la capital padece de embotellamiento balompédico.
*Más de la mitad de los equipos de liga, en el conglomerado urbano.
*San Lorenzo de Almagro es el favorito del “Papa Pancho”.
Bien lo decía un querido colega argentino, Carlos O. Suárez, fanático del River Plate a extremos casi enfermizos –“torcedor doente”, diría en portugués otro amigo, Marcelo Brack, seguidor a muerte del Flamengo de Río de Janeiro-: “en mi Buenos Aires querido se respira el futbol”.
Si las ciudades fueran diseñadas de acuerdo con sus características, Buenos Aires debería tener forma de estadio de futbol, pues de los 26 equipos que participan en la Superliga Argentina del torneo de 2018, doce juegan en el conglomerado urbano, en el que viven quince de los 44 millones de argentinos.
Es un tercio de la población del país del río de la Plata: seis clubes tienen sus canchas en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, la Capital Federal: Boca Juniors, Huracán, River Plate, Vélez Sarfield; San Lorenzo de Almagro -el equipo de su Santidad Francisco, el Papa de Roma, obispo de San Pedro- y Argentinos Juniors, el cuadro rojo que formó al Diego Maradona, “regalito de Dios pa’ los argentinos”, dijo un vecino de Villa Fiorito.
Hay otros seis del otro lado del Riachuelo y la avenida General Paz, en el tremendamente extenso Gran Buenos Aires: Banfield, Defensa y Justicia, Independiente, Racing, Tigre y Lanús, este último del barrio de cuya universidad ha sido rectora Ana Jaramillo Machinandiarena, compañera de estudios en la década de 1970.
Sin embargo, en la Argentina como centro mundial de los excesos del futbol —y Buenos Aires como su eje central—, todo es hiperbólico; es decir, que doce estadios en Primera División ya parece una cantidad suficiente para cualquier mega ciudad como la de México; pero es poco en comparación a la oferta final que tiene Buenos Aires cuando arrancan los torneos del Ascenso.
Otros doce clubes jugarán en sus canchas porteñas y 38 más serán locales en sus campos del Gran Buenos Aires, y es que el censo desconcierta al mayor de los fanáticos: entre la capital y su periferia se superponen 66 templos de futbol, algo que ni siquiera pasa en Brasil, donde ese deporte es el Santo Grial de todas la “torcidas”.
Una de las 18 canchas porteñas es la del San Lorenzo de Almagro, que desde casi treinta años juega donde los turistas no llegan, en el Bajo Flores, enfrente de uno de los barrios más vulnerables de la capital argentina, la villa de emergencia 1-11-14, bravía, levantisca, cuyos habitantes se dicen los amigos de Jorge Mario Bergoglio, “Papa Pancho”, como le llaman algunos de sus prosélitos.
El Nuevo Gasómetro es el campo más moderno de Buenos Aires; pero –en medio de una crisis social y económica que los argentinos le deben al presidente Mauricio Macri, ex presidente del Boca Juniors- muchos de sus simpatizantes no ven la hora de abandonarlo.
“Ya hicimos dos canchas, vamo’ a hacer tres, vamo’ a volver, al barrio que a San Lorenzo lo vio nacer”, canta la hinchada, decidida a volver al lugar en el que quedaba el antiguo estadio del club, el Gasómetro original, donde el San Lorenzo fue local entre 1916 y 1979, y donde desde 1985 funciona un horroroso y agringado supermercado.
Lo significativo del tema es que, entre la cancha actual y la vieja, en Boedo, hay menos de tres kilómetros y, sin embargo, para los hinchas es como si se tratara de otra ciudad, casi de otro país, ajeno a José San Filippo, Norberto Boggio y a más héroes del equipo -el “Ciclón de Boedo”- que viste igualito que el Barcelona, azul y grana.
En algunos clubes, la tradición es sagrada: lo atávico del siglo XX; pero, como decía Carlos O. Suárez, eso determina sobre la modernidad del XXI, como si el hombre pudiera cambiar de familia y de religión, no de equipo ni de estadio –tal vez de esposa, ironizaba el escritor uruguayo Eduardo Galeano-, y por algo el San Lorenzo ha buscado volver adonde quedaba el Viejo Gasómetro.
Y si a esas vamos, los simpatizantes de Boca Juniors están prestos a quedarse en la celebérrima Bombonera, estadio con capacidad reducida, para menos de cincuenta mil espectadores; pero la mayoría de los aficionados lo siente como parte de su identidad y se niega a la mudanza que la dirigencia, desde tiempos de Macri, proyecta hace años.
Caso diferente sería el del River Plate, cuyos socios -dueños del club- en principio parecen avalar el salto al futuro de un nuevo estadio, cerca del Monumental del barrio de Nuñez, cuyo cemento y hierro de 1938 empiezan a tener fecha de vencimiento.
Y como además Argentina necesitaría un nuevo campo para su faraónico proyecto de coorganizar el Campeonato Mundial de 2030 junto a Uruguay, al cumplirse el centenario de la celebración de la I Copa Jules Rimet, el River Plate volvería a ofrecerse como gran sede del evento mundialista, como ya ocurrió en 1978, cuando los generales criminales de Jorge Rafael Videla hicieron el suyo, pero a su modo y gusto.
“Total, ahora hay que divertirse como mejor se pueda; pero no olvidemos que toda esta crisis –hasta de alza de precios en las entradas a los estadios se la debemos a Mauricio Macri”, deja establecido Carlos Eduardo Patiño, para después lanzar un insulto poco edificante dirigido al mandatario que ocupó el lugar de doña Cristina Fernández viuda de Kirchner.
Las canchas de Racing e Independiente, los guapos de Avellaneda, parecen mellizas, están separadas por unos cuantos metros, en el comienzo de la traza del ferrocarril Julio A. Roca hacia el sur del Gran Buenos Aires.
Entre finales del siglo XIX y comienzos del XX, los empleados ingleses de los trenes urbano y los primeros migrantes, italianos y españoles principalmente, fundaron un club casi en cada estación: Lanús, Banfield y Quilmes, y si alguien quisiera buscar más estadios fuera del área metropolitana, a menos de setenta kilómetros encontrará otras ocho canchas.
Aquellos masoquistas que deseen ir a ver futbol en alguna de ellas -adonde empieza la pampa húmeda y los pastizales infinitos que alguna vez poblaron los gauchos entre el gauchaje-, primero tendrán que salir del Buenos Aires querido del amigo Suárez, y no quedarse atrapados en tamaño embotellamiento de futbol, intoxicante y al mismo saludable para la salud mental de la mayoría de los argentinos.
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