Un micrófono indiscreto en Pekín captó a Vladimir Putin y a Xi Jinping hablando de trasplantes, biotecnología y la posibilidad de vivir 150 años. No estaban discutiendo sobre misiles ni geopolítica convencional, sino sobre algo que suena un poco más pretencioso, burlar a la muerte. Lejos de la ciencia ficción, se trata de la nueva manía de las élites globales: un negocio de billones que mezcla células madre, medicina regenerativa y la inevitable inteligencia artificial, un mercado que huele al petroleo de este siglo
Las células madre son, en suma, el taller de repuestos de la biología: células capaces de transformarse en casi cualquier tipo de tejido. Hoy se utilizan para salvar vidas en casos de leucemia o linfomas: la quimioterapia arrasa con todo, bueno y malo, y, después, se inyectan células madre sanas para que la médula ósea vuelva a producir sangre.
Es un procedimiento de alto riesgo, con complicaciones serias de rechazo e infección, pero su potencial ha desatado una carrera mundial. Las variantes mesenquimales, obtenidas de donantes adultos, liberan exosomas, diminutos mensajeros celulares que ya se prueban en Parkinson, Alzheimer o lesiones de médula espinal. Canadá aprobó Prochymal y, al mismo tiempo, proliferan clínicas que venden “milagros” por fortunas. El potencial es enorme; el charlatanismo, igual.
Desde 2003 se trasplantan células madre corneales para devolver la vista. En laboratorios se convierten células embrionarias en células beta para que los diabéticos tipo 1 puedan despedirse de las inyecciones de insulina. Hay proyectos para producir sangre artificial y terapias génicas para regenerar piel o cartílago.
Pero la idea de imprimir un corazón en 3D sigue aún siendo una promesa: un órgano es un ecosistema complejo de células, nervios y vasos; no basta con “clonar” músculo. Han surgido clínicas que cobran fortunas por tratamientos que no superan el nivel experimental. Es la cara B de la innovación: avances reales y, a la vez, una industria que se alimenta de la desesperación.
Al mismo tiempo, la inteligencia artificial se ha convertido en el motor de esta revolución. Ya crea fármacos, optimiza ensayos clínicos y predice el plegamiento de las proteínas. Meta, sí, los de Facebook, lanzó ESMFold, que puede mapear más de 700 millones de estructuras proteicas. Traducido: un atajo para descubrir nuevos medicamentos, vacunas o biocombustibles. Cada minuto ahorrado en investigación equivale a miles de millones para quien logre controlar la patente. En esta carrera, el conocimiento es capital y el tiempo, literalmente, dinero
No faltan quienes intentan demostrar que la muerte se puede negociar. Bryan Johnson, con el “Project Blueprint”, intercambia plasma joven, toma más de cien pastillas diarias y cuenta con un ejército de médicos que lo monitorea 24/7 para revertir su edad biológica. Tony Robbins presume terapias regenerativas. Dave Asprey, autoproclamado “padre del biohacking”, planea llegar a los 180 años con gadgets y dietas extremas. No son unos simples y locos excéntricos: representan un mercado que ya atrae la mirada de gobiernos y corporativos con miles de millones de dólares.
China invierte billones en la carrera de la longevidad. Rusia financia proyectos de genética para que su líder pueda eternizarse en el poder. ¿Putin? Sería incapaz…Extender los años productivos significa más tiempo para amarrar poder político y económico, mientras buena parte de los sistemas de salud del mundo apenas cubren lo básico y millones de personas siguen luchando por acceder a tratamientos elementales. La vida extendida es la nueva frontera de la desigualdad.
Hoy la biotecnología no se queda en curar enfermedades: ya busca reprogramar el cuerpo y eso está cambiando las reglas del juego. Más que un debate científico, es una carrera por quedarse con el negocio de la vida eterna. Y, como siempre, los que se adelantan y toman el riesgo son los que acaban ganando.
En mi caso, he ido probando el biohacking con tecnología que mide sueño y dieta y con protocolos médicos bien supervisados que buscan optimizar energía y retrasar los marcadores de envejecimiento. La pregunta no es si algún día podremos vivir 150 años, sino quién pondrá el precio de cada década extra. El futuro no se medirá solo en años de vida, sino en la capacidad de anticiparse a ese precio antes de que otros lo fijen.