CUENTO
Aquel señor era un hombre como cualquier otro. Todas las mañanas, apenas salir el sol, se iba a trabajar, Y todas las tardes, al regresar, después de bañarse y rociarse perfume de Fuller, montaba su bicicleta toda vieja pero limpia, y se iba al centro de su pueblo.
Su casa no quedaba muy lejos de aquel lugar, pero al hombre le gustaba ser muy práctico. Así que, ¿para qué caminar cuando bien que podía rodar? Por lo tanto, él fue andando las dos esquinas que había entre su casa y el centro del pueblo, con una sonrisa en su rostro.
-Buenas tardes, don Pendejón –lo saludó una señora que vivía en la calle principal. ¿Va a apuntar? –le preguntó. El señor se había detenido para devolverle el saludo.
-Así es, vecina. ¡Voy a apuntar! ¿Usted ya fue? –Doña Gordoña le respondió que no. Que hoy no tenía dinero para hacerlo. Don Pendejón entonces volvió a subirse a su bicicleta. “Adiós doña Gordoña”, dijo mientras se retiraba.
Las llantas de su bicicleta vieja rodaban, haciendo ruido por la falta de aceite. Don Pendejón pensaba que de ganar el premio mayor se compraría un coche, aunque no supiese manejar.
Minutos después, al llegar a la segunda esquina, otra vez tuvo que detenerse. El semáforo estaba en rojo. Don Pendejón aprovechó esos instantes para echarse ánimos así mismo. “¡Esta vez sí cae, ¡esta vez sí gano! Tengo el presentimiento de que así será…”
La luz verde se encendió y don Pendejón reanudó su trayectoria. Segundos después hacía su entrada en aquel establecimiento. Y como todos los demás días, don Pendejón enseguida se encontró con las mismas personas de siempre. Todos habían venido para lo mismo, para apuntar su número de la suerte.
Don Pendejón llevaba más de diez años anhelando, deseando, soñando y queriendo ganar el premio gordo, pero esto seguía sin suceder. Cuando mucho, solamente había ganado unos cuantos miles de pesos, ¡pero nunca el millón! Pero, a pesar de sus fracasos, él nunca terminaba de esperarlo.
Una y otra vez… Todos los días sin falta, incluidos los sábados y domingos, venía a este lugar para apuntar su número de lotería; ¡todos los días! Lloviese o cayesen rayos o lo que sea, don Pendejón nunca se permitía faltar a su cita con la lotería.
Pasó el tiempo, un año. Don Pendejón ya había cumplido setenta años. Y a pesar de todo este tiempo transcurrido, él nunca se había dado por vencido. ¡Seguía jugando a la lotería! Pobrecito de él. Su fe era tan ciega que no le permitía ver las cosas como eran en realidad.
A veces, para no sentirse mal, enseguida pensaba que él no era el único que hacía esto. Y esto siempre volvía a corroborarlo cada vez que ponía los pies dentro de aquel lugar. Entonces, al verse acompañado en su más grande deseo, nuevamente volvía a apuntar sus números con ánimos totalmente renovados. “Mañana; estoy seguro de que mañana ¡sí cae!”… Los días siguieron pasando, pero los números que don Pendejón apuntaba ni siquiera salían premiados con cien pesos. Hasta que un día…
Era de mañana y don Pendejón se encontraba defecando. Este día no iría a su parcela, porque le tocaba ir a cobrar su “setenta y más”. Eran como las siete de la mañana. Don Pendejón miraba el periódico en busca del resultado del sorteo del día anterior. Para este entonces él ya había mirado las fotos de las muchachas semidesnudas que aquel periódico acostumbraba publicar todos los días para el deleite de sus morbosos lectores de noticias amarillistas.
A don Pendejón no le habría costado gran esfuerzo seguir mirando aquellas fotos, pero no podía hacerlo. Una necesidad más grande y urgente se lo impedía: los resultados de la lotería. Así que enseguida fue hasta la última hoja, y se acomodó para lo bueno. Tosió primero, después tragó saliva.
Con su billete en una mano, y con su culo sobre el excusado, don Pendejón empezó a checar de manera lenta y muy atenta aquella hoja bañada de números pequeñitos. “¡Nada!”, enseguida decía mentalmente cuando comprobaba que aquel número no era el suyo. Entonces pasaba al siguiente. Don Pendejón fue haciendo esto mismo por más de dos minutos… Le faltaba poco para llegar al número del premio mayor.
Sus esperanzas se desvanecían conforme pasaba de un número al otro. ¿Por qué no solamente dirigía ya su mirada sobre la casilla que contenía el premio gordo? Tal vez y era porque no quería matar la emoción de un solo tiro. Así que, uno por uno, siguió checando.
Pero, cuando solamente le faltaba la última fila de números -unos diez en total-, la curiosidad terminó por apoderarse de él. Así que enseguida desplegó su mirada hasta la casilla final. ¡Ahí estaba impreso el número ganador, el premio de los millones!
Don Pendejón mantuvo su mirada fija sobre aquellos dígitos. El tiempo parecía haberse detenido. De repente ya no supo si era de día o de noche. ¿Acaso ya había anochecido y por lo tanto ahora estaba teniendo una pesadilla terriblemente hermosa?
“No puede ser, ¡no puede ser!”, decía, una y otra vez. “Es mi número, ¡es mi número! Su corazón había empezado a latir muy rápido. Don Pendejón no podía hacer nada para contener su emoción. Hasta ya no recordaba dónde estaba. “¡Es mi número! ¡ES MI NÚMERO!”
Su corazón se le aceleró todavía mucho más. Don Pendejón había olvidado la recomendación de su médico: “¡Nada de emociones fuertes, por favor. Trate de evitarlas y que se las eviten…!” Así que ahora su corazón había empezado a sufrir un ataque. Don Pendejón, al sentir aquel dolor presionándole el pecho, enseguida se había empezado a golpear con la mano que antes había tenido el periódico agarrado. Sus ojos los tenía muy abiertos.
“Ay, ¡ay!, se quejó, quién sabe por cuánto tiempo. Todo había durado lo que tenía que durar, hasta que se terminó. Todo había sido una mezcla de dos cosas. Una; la emoción por descubrir que su billete era el ganador, y dos; el darse cuenta de que se estaba muriendo.
Su cuerpo, como si en cámara lenta se haya visto, se fue cayendo, despacio, muy despacio, para después terminar aporreándose contra el piso de su baño. Don Pendejón había muerto… entre pura caca y alegría.
FIN.
ANTHONY SMART
Julio/06/2018