Moisés Sánchez Limón
En la tele, en cadena nacional y horario triple A, dirigentes partidistas escenifican discusiones que pretenden ser debate para determinar quién de sus prohombres tiene el sello de más corrupto, si hay o no orden de aprehensión para acusarse de encubrimiento.
En la ruta de la sucesión presidencial, con un espacio de prueba en 2017, igual en las sesiones en el Congreso de la Unión, senadores y diputados de diversa filiación enhiestan discursos salpicados de descalificaciones y acusaciones mutuas.
Es como conjugar el verbo corromper y dejan en la sempiterna lista de espera la legislación que acote, extirpe, persiga, sancione, juzgue y sentencie al corruptor y al corrompido. Desde el Constituyente del 12 al que siguió el del 57 y luego el del 17 con las sucedáneas legislaturas del México post revolucionario y el de la modernidad y luego el del nuevo milenio, el tema de la corrupción ha estado en la agenda y sólo cada cuando se requiere se le aplica una reforma, se crea un ente público para combatir a los corruptos, pero finalmente todo transita en actos de contrición surrealista.
Yo corrompo, tú corrompes, él corrompe, nosotros y etcétera y etcétera. Uno, dos, tres corruptos ex gobernadores y funcionarios públicos acusados de transar y legisladores considerados proclives a “moche”. La autoridad se deslinda y aduce no haber desplegado medidas precautorias para evitar que el veracruzano Javier Duarte de Ochoa se pelara, dizque por no existir en su momento orden de aprehensión, en soslayo de la elemental medida preventiva, aplicable cuando hay elementos que indican la comisión de un delito y está visible el presunto responsable para mantenerlo bajo observación.
¿De verdad importa al sistema político combatir a la corrupción?
Hace un par de días, diputados federales abogaron por blindar un presupuesto base para el Sistema Nacional Anticorrupción (SNA) y evitar que el recorte al gasto público de 2017 afecte su operación.
De ese tamaño es la preocupación de los legisladores, especialmente del PAN, una de cuyas diputadas, Minerva Hernández Ramos, en la sesión del Caucus Legislativo Anticorrupción planteó que se debe ser muy cuidadoso para blindar en el Presupuesto de Egresos de la Federación 2017 los recursos de operación para el SNA.
Incluso, propuso establecer para el SNA el mismo procedimiento de la Procuraduría de la Defensa del Contribuyente (Prodecon), cuya ley impide que su presupuesto se disminuya el año siguiente.
El diputado independiente, Manuel Jesús Clouthier Carrillo, consideró fundamental destinar un presupuesto base al SNA para permitir su adecuado funcionamiento, pues este mecanismo tendrá resultados en la medida que cada ente cumpla su trabajo y entienda que posee una función importante en el combate a la corrupción.
Hasta ahí, todo está bien.
Pero, resulta que en el Congreso de la Unión y, en especial en la Cámara de Diputados, no se ha concretado este Sistema Nacional Anticorrupción como un ente formal, estructurado, con miembros responsables y lo que sería el fiscal anticorrupción. En suma, el SNA existe en el papel y los buenos deseos de quienes han considerado que ésa es la clave para enfrentar a la corrupción que impunemente galopa en todas las estructuras públicas y privadas de México.
Y no se observa voluntad política para concretar este mecanismo, antídoto contra los corruptos. Los principales partidos con suficientes representantes en las Cámaras de Senadores y Diputados, están enfrascados en una barroca discusión para saber quién de sus prohombres y mujeres son más o menos corruptos.
Y sus dirigentes, en especial Ricardo Anaya y Enrique Ochoa, han entablado un singular pleito de cantina con el reparto de epítetos que abonan en el desprestigio de cada uno de sus partidos, como si estuvieran en los cuernos de la Luna y pudieran presumir honestidad como sello partidario.
Cada cual sabe de qué patea cojean los ex gobernadores que hoy son prófugos de la justicia, pero los cobijaron y presumieron como ejemplo de honestidad, trabajo y transparencia en los días de vino y rosas, es decir, cuando sus administraciones abonaban su grano de arena al presupuesto del PAN y del PR.
Porque cada gobernador, convertido en jefe político del partido mayoritario en su entidad, el que lo llevó al máximo cargo estatal de elección popular, abona recursos para la nómina de la dirigencia local del partido; aún más, los diputados federales de cada entidad, incluidos en múltiples ocasiones los de oposición, forman parte de la nómina personal del señor gobernador.
Un ejemplo es el caso del gobernador de Puebla, Rafael Moreno Valle Rosas, quien ha utilizado los fondos públicos en una nómina secreta –similar a la existente en la Presidencia de la República, aunque digan que desapareció—para aportar a la cuenta de los diputados federales poblanos del PAN, Nueva Alianza y hasta del PRI, cierta cantidad mensual que los mantiene afines a su línea política.
En la LXII Legislatura el abono era de cien mil pesos mensuales, que ningún diputado rechazó. Bueno, ahí tiene usted a Fernando Morales Martínez, hijo del ex gobernador Melquiades Flores Morales, que de dirigente estatal del PRI y diputado federal por el mismo partido en dicha legislatura, apenas concluyó la encomienda legislativa se integró al gabinete del gobernador poblano.
¿Corrupción? No, dirán los corruptos, vocación política y libre albedrió ideológico.
¿A quién conviene esa hueca discusión de si protegieron o no a sus ex gobernadores? ¿Quién es más corrupto, el veracruzano Javier Duarte de Ochoa, o el sonorense Guillermo Padrés Elías? Son coyotes de la misma loma y ejemplo de quienes transitaron por las veredas del poder bajo el manto de la impunidad durante seis años.
Impunidad desplegada desde los mismos partidos que los postularon y las instancias legales que cerraron los ojos y asumieron oídos sordos cuando se denunciaron actos de corrupción cometidos por estos políticos que blofearon y engañaron al electorado.
¿Se requiere el Sistema Nacional Anticorrupción? Tal vez como la última instancia legal para aplicar la ley contra esos distinguidos personajes de cada partido político. Lo cierto es que con solo aplicar las leyes vigentes, sería suficiente. Pero no hay voluntad política; sí un grotesco pleito de cantina. Digo.
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