De memoria
Carlos Ferreyra
Parodia del espléndido escrito del novelista al que Carlos Arruza despectivamente llamaba Jemin-güey y que tituló ‘Y París era una fiesta’.
Este hombre culmen de la literatura inglesa nos hizo sufrir los horrores de la guerra y nos conmovió hasta las lágrimas con la narración de ‘El viejo y el mar’. Ni es necesario mencionar su nombre.
Segunda Guerra Mundial. Década de los años 40 y Morelia vivía entre el ensueño provinciano y la lejanía de las bestialidades de los contendientes. Valen algunas predicciones: de hecho, la guerra había dado sus últimos estertores, cuando los gringos oportunistas siempre llegaron a levantar los restos y, para aterrorizar al mundo, cometieron el más atroz crimen registrado hasta la fecha en la historia de la humanidad.
Dos bombas sobre dos ciudades japonesas arrasaron con cientos de miles de vidas y dejaron secuelas dañinas para otros tantos que fueron alcanzados por las radiaciones de las bombas atómicas.
Pero no hay que extrañarnos, porque esta fue una guerra discriminatoria en la que 7 millones de judíos eran personas, seres humanos, y el mundo clamó justicia por su sacrificio; medida distinta a la usada con los 24 millones de soviéticos masacrados en Leningrado y sus alrededores. Nunca se les menciona porque no eran seres humanos, sino simples estadísticas.
En Morelia las opiniones se dividían. Quienes pensaban que apoyando a los nazis recuperaríamos los territorios usurpados y apropiados por Estados Unidos, otros pugnaban con la guía de Lázaro Cárdenas por arribar a un gobierno socialista y la mayoría, creo, vociferaba en público, se persignaba tras las puertas y colocaba la consabida tarjetita en la entrada de su casa, afirmando que ese hogar era católico, apostólico y romano y que no aceptaba publicidad ni protestante ni comunista.
Los cafetines de los portales y más la tradicional cena en los puestos callejeros continuaron sin cambio alguno, salvo las órdenes de no llevar luces encendidas en las noches en los automóviles a los que pegaban papeles negros como pequeñas rendijas para que nosotros, los seres humanos, no nos dejáramos atropellar y también, increíble, la prohibición de fumar al aire libre porque los bombarderos nazis, a miles de metros sobre Morelia, podrían detectar el brillo ocasionado por los viciosos.
Periódicos y revistas difundían casi íntegros los reportajes citados en el frente por imaginarios corresponsales, inventando insólitos hechos heroicos. Ganaban siempre los aliados, claro.
En el cine, la función terminaba después de dos o tres películas con los cortos noticiosos provenientes de los frentes de batalla; ahí no ganaba ni perdía nadie porque no había registro de combates, solo entrevistas con los heroicos y siempre triunfadores guerreros gringos.
Por lo demás, la vida seguía. Los jóvenes universitarios recorrían arriba y abajo la calle Real, hoy Avenida Madero, piropeando a las jovencitas con las que se topaban y haciendo la ronda a señoras de aparentes cascos ligeros.
Jefes militares remanentes de la lucha armada en México lucían sus bien cortadas guerreras pletóricas de medallas, como las luce hoy el titular de defensa, pero aquellos con comprobados hechos de armas.
Las fiestas religiosas siguieron: cohetones, castillos de luces multicolores, muchos antojitos, charanda hasta decir basta y, en la euforia de la fiesta, muchos balazos al aire.
Terminaba la fiesta y a esperar el festejo del día siguiente y a discutir la validez de los anuncios aliados que no concedían un solo triunfo a los miembros del EJE. Y mientras Truman preparaba el bestial asesinato masivo, mientras el almirante Tojo de la Armada Imperial firmaba el armisticio ante la complacencia del emperador Hirohito, quien no se despeinó ni para salir a saludar a los conquistadores.
Pero Morelia era una fiesta y yo, regordete con pantalón corto de peto, en cuclillas en el dintel del expendio familiar frente a San Agustín, ofrecía a los transeúntes ‘boletos para ir a la guerra’, provocando en unos francos desprecio, en otros miradas burlonas y algunos preguntando a cómo los vendía… y Morelia seguía siendo una fiesta.