Manuel Zepeda
Este texto que presento fue escrito por un paisano chiapaneco sobre mi hermano mayor. Creo que es un documento muy bien hecho, inteligente, literario. Me da mucho orgullo publicarlo. José Luis Castillejos
Nadie sabía si Eraclio Zepeda venía de las nubes o del maíz. Lo cierto es que llovía cuando hablaba. Y no era agua: eran cuentos. Caían como rocío sobre las cabezas calladas de los pueblos chiapanecos, como las primeras gotas de un temporal que no moja, pero transforma. Su voz tenía el tono de los machetes rozando piedras, de las bisabuelas hilando la historia frente al fogón.
Fue un hombre de tierra firme y palabra voladora. Dejó en Las grandes lluvias no sólo la metáfora del clima, sino el espesor de un mundo donde las tormentas no vienen del cielo sino del alma de los pueblos. Allí narró sin estridencias lo que otros apenas intuían: que en Chiapas el agua se parece al tiempo, y que hay años enteros donde todo gotea, menos el olvido.
Lo vi una vez, cruzando una plaza. Iba con su camisa desabotonada al pecho, como si aún le quedaran por sacar tres o cuatro historias que le zumbaban por dentro. Tenía los ojos de los que han visto arder el monte y han aprendido a narrarlo con el ritmo de los tamborazos tristes. A veces hablaba como un político de barricada. A veces como un curandero del lenguaje. Pero siempre escribía como un campesino que amasa la palabra con las manos.
En sus cuentos hay gallinas que filosofan, viejos que conversan con los truenos, niños que heredan silencios, y mujeres que levantan casas enteras con el poder de una sola frase. Esos cuentos —los de Asalto nocturno, Horcones, Benzulul— no se leen de golpe; más bien se beben con trago lento, como el pozol blanco con chile a la media tarde que te deja la boca llena de tierra dulce.
Zepeda no inventaba. Recordaba. Sabía que el sur no necesita ficción, sino oído. El campesino no requiere adornos: basta escucharlo sin prisa, como se escucha al monte cuando tiembla. Su literatura no es ornamento, es madera de matilishuate, es cedro, es hueso. Su palabra, mazorca desgranada por siglos de lucha.
Tenía el alma hecha de fogón y lluvias largas. Sabía callar cuando la montaña pedía silencio y hablar cuando el pueblo necesitaba memoria. Escribía con manos curtidas por la historia, como si cada palabra fuera un surco. No hablaba para que lo aplaudieran, sino para que la gente no olvidara de dónde venía.
Sus relatos no son de tinta; son de humo, de tortillas calientes, de techos de tejas o de palma. Allí habitan hombres que no se rinden, mujeres que cargan con el mecapal la historia al hombro, niños que se esconden del cielo cuando amenaza con romperse. Su prosa es oralidad escrita. Como si el fogón hubiera aprendido a narrar.
Eraclio no escribía desde la altura: escribía desde la raíz. Su palabra tenía tierra en las uñas, humo en la boca y un ritmo heredado, no aprendido. No buscó premios. Quiso ser testigo.
A Eraclio lo parieron dos mujeres: su madre de sangre y Chiapas. Lo bautizó el río Grande y lo crió la montaña. Y cuando murió, fue la lluvia la que escribió su epitafio en la tierra: Aquí cayó el que nos contó como nadie. Aquí duerme el que fue voz cuando nadie nos escuchaba.
Hoy no es estatua ni homenaje. Es eco. Es cuento dicho entre dientes. Es niño que pregunta, madre que responde, abuelo que recuerda, mujer que no se olvida, cruz en la montaña, cohete desgarrando el aire en este Chiapas irredento.
Eraclio no murió. Se volvió cuento. Y el que es cuento… nunca muere porque quien siembra palabras, quien desgrana voces y aguaceros, como *Laco Zepeda, nunca muere. Solo germina.*
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