CUENTO
Aquel año las lluvias no cayeron a tiempo, así que él perdió toda su milpa. Todos los planes que mentalmente ya había resuelto realizar cuando vendiese su elote, otra vez quedarían en espera. De no ser por él no le habría preocupado demasiado, porque estaba acostumbrado a pasar hambre, pero ahora, las cosas eran muy distintas
– ¿Cómo le haré para pagar el parto…? ¿En dónde agarraré dinero para comprarle su leche y sus ropitas al bebé? –se pregunta aquel joven campesino.
Su esposa estaba en el último mes de su embarazo; solamente le faltaban unos días más para que diese a luz. El joven campesino no podía dejar de estar preocupado. Lo único que hacía era repasar mentalmente todas las posibilidades que tenía. Éstas, por desgracia, tampoco eran muchas. Ambos provenían de familias muy pobres, por lo tanto no tenían a quién asirse, o a quién recurrir. Lo peor de todo es que no tenían nada para vender. Sus pertenencias eran muy pocas: algunas gallinas, dos cochinitos, y un torito. Sus bienes materiales eran todavía menos. Ella solamente tenía una soguilla de oro –regalo de su ahora esposo cuando eran novios-, y su anillo de bodas. Él: solamente su anillo. Ambas alhajas eran regalos de sus padrinos de bodas.
La mujer entonces se puso muy triste cuando se quitó aquel adorno de su cuello. Su esposo, al verla así, la había abrazado para luego decirle que ya muy pronto se lo regresaría. Luego de besar una ultima vez a su mujer, agarró su sombrero y abandonó su casa.
Era más del medio día cuando él salió de aquel lugar. Se sentía un poco más aliviado por los billetes que ahora llevaba en su bolsillo. Trataba de verlo todo con mucho optimismo. Una y otra vez se decía así mismo que todo iba a estar bien, que apenas cayese la lluvia volvería a sembrar su milpa.
Pasaron los días y la mujer del joven campesino dio a luz a una hermosa niña. Lo mejor de todo era que la niña había nacido completamente sana. Cuando los dos esposos miraron el fruto de su amor, se olvidaron por completo de su situación precaria. Al parecer lo único que ahora importaba era que el bebé tuviese comida y ropa. El tiempo fue transcurriendo. Pasó un mes.
Todas las tardes el joven campesino salía a sentarse en su banquillo junto a la puerta de su casita del fonden. Alzaba su mirada y empezaba a escudriñar el firmamento. Buscaba con esperanza y desesperación los signos de la lluvia. Pero ésta seguía sin aparecer. Los días iban y venía; no llovía.
La preocupación del joven campesino aumentaba cuando veía como el dinero que le habían dado por sus alhajas se reducía. Todo estaba muy caro. Ya solamente le quedaba dinero para subsistir una semana. En las noches no podía dormir, y en los días se la pasaba de muy mal humor. Así duró un mes…, hasta que un día –como si de un milagro se tratase- escuchó que una empresa venía para operar en las afueras de su pueblo.
La empresa se llamaba “Kekén”, y era una granja de cría de cerdos de raza americana.
Alguna persona en algún lugar había escuchado de este lugar -del pueblo de aquel joven campesino que siempre estaba perdiendo su maíz por la falta de lluvias- para venir a explotarlo. Él, que tan necesitado estaba de dinero, enseguida renunció a su milpa para pasar a convertirse en empleado de esta empresa. Y ni él ni los muchos de los pobladores que después también abandonaron a sus tierras se dieron cuenta nunca de que más que ser empleados eran unos esclavos, con salarios muy bajos. Porque ¿qué era mejor que vivir a expensas de la lluvia? ¿Acaso no un trabajo con un sueldo miserable? El mundo ya no era como antes. Las lluvias ya no caían cuando debían. Ahora todo el mundo estaba contaminado. Eran otros tiempos. Por lo tanto el joven campesino no extraño mucho sus antiguas tierras, que seguían y seguían agonizando por la falta de agua.
El ahora empleado de kekén, y ex campesino, sí pudo sacar sus alhajas de la casa de empeño, pero vivió todo el resto de su vida con dos o más deudas.
FIN.
ANTHONY SMART
Febrero/24/2018