Luis Farías Mackey
Nuestro pecado intermitente es esperar sin expectativa.
Quien espera tiene la esperanza de algo que desea, aguarda algo, permanece inmóvil y en vigilia por ello. La expectativa es diferente, si bien se aguarda realizar o conseguir algo con un razonable grado de posibilidad, no se sabe bien a bien qué y cómo habrá de ser. Quien espera cuenta con algo, mientras que el que está a la expectativa aguarda con resignación y reserva para actuar.
Nuestro pecado político es esperar: cada seis años esperamos al nuevo salvador, a veces con una entrega, ceguera y ardor desmesurados. Quien espera, dice Hiedegger, no echa un vistazo alrededor, no tolera la dispersión de su mirada y atención; aguarda, dice, en el “no” de lo predeterminado. No busca entre lo posible, tiene la mirada puesta en lo anunciado; tal es el juego del tapado —hoy de las corcholatas—, donde el escenario, el reparto y la sorpresa se encuentran cerrados de antemano. La espera implica la previa rendición. Bien dice Maurice Blanchot, cuando “se espera algo determinado, entonces ya no se espera nada”.
Por el contrario, quien está a la expectativa, la vigilia de su espera no es del todo pasiva, observa atentamente las circunstancias para obrar en consecuencia. Espera para actuar, no para recibir; la suya no es una entrega ciega, idólatra y en jauría a lo ya conocido, su humildad, esperanza y paciencia no es pasiva y condenada, es creadora y generadora. Espera para afirmarse en la decisión y en la acción, no para entregarse en la renuncia.
Quien espera sigue mansamente; el que está a la expectativa aguarda para crear un nuevo comienzo, un juego nuevo. Al accionar en consecuencia, el expectante se prodiga, se adentra en lo inesperado, ejercita la libertad, el juego de lo imprevisible. Nuestro error es aferrarnos al corral conocido, a la noria de yunta; al camino de huella, cuando ya Krishnamurti hace tiempo nos enseñó que “la verdad es una tierra sin caminos”.
Es tiempo de dejar de esperar lo conocido y predeterminado, de soltar las amarras y adentrarnos en aguas profundas y procelosas, tiempo de renunciar a lo y a los de siempre. No esperemos ya salvadores, no aceptemos la prisión de lo predeterminado por alguien más; abrámonos a la expectativa de construir juntos nuevos mundos. No esperemos recibir pasiva y resignadamente; construyamos juntos en libertad. Quien espera ansía la seguridad de lo esperado, la expectativa nos abre la rendija del infinito posible. En el primer caso seguiremos en calidad de rebaño condenados al desencanto, desesperación y, otra vez, a la nueva, confiada, sumisa, entretenida y ciega espera. En la segunda iniciamos un nuevo comienzo, creador, dignificante, abierto, libre. No recibimos, nos damos.
La diferencia es entre esperar lo mismo, o estar a la expectativa de crear lo diferente, con todos los riesgos que ello implique. No hay nuevo amanecer para quien no se adentra expectante en la oscuridad y no se busca a sí mismo en las estrellas.
No esperemos quién, construyamos futuro.