Luis Farías Mackey
Los humanos soportamos más y mejor el engaño que la realidad. Ante la más consistente de las certezas, nos aferramos a la más endeble de las dudas o esperanzas. De allí el éxito de los vendedores de esperanza.
Pero incluso el mejor de ellos requiere de vez en vez una dosis de su propia y falsa medicina. ¿O de qué otra cosa vive un explotador de esperanzas? Y tal es el caso de la marcha del pasado domingo 27 de noviembre.
López Obrador está que no cabe en sí mismo: “aquí está el pueblo, le dijo a su escudero Epigmenio, y el pueblo manda”.
La expresión y su raciocinio lo dicen todo. Ante las manifestaciones que tanto le sulfuran y la marcha del 13 de noviembre, su automarcha le recuperó al pueblo que empezaba a sentir distante o, al menos, dubitativo, y le regresó su tan necesitado contacto mesiánico con él, la mayor de sus adicciones.
“Aquí está el pueblo”, en torno mío y en mi adoración, en ningún otro lado y sin ningún otro propósito pudiera estar.
En realidad, el pueblo está en todo México. Decir que el pueblo en su totalidad está en un solo lugar y momento es insostenible, pero no se trata de razonamientos, cuanto de necesidad de autoafirmación y autoestima: esperanza aunque falsa esperanzadora. El fenómeno es el propio de cualquier adicto: estoy deprimido y enojado, mis controles sobre la agenda y la comunicación públicas están dejando de tener las riendas tensadas y mi propio equipo mengua en su fe, entrega y pasión. Ya ni mis periodistas de reparto mañanero se ríen de mis chistoretes. Necesito una rápida consulta y que “el pueblo” me pida que marche.
Y aquí viene lo más simpático: si bien el pueblo le ordenó marchar, en lugar de hacerlo solo, como quien que expía una pena o sigue una iluminación divina, convocó desde el poder a una marcha en su favor que, además, él encabezó, haciéndole a la vez de deidad, custodia y sumo sacerdote. El deprimido se organiza y paga una gran fiesta, obliga asistencia y regalo de todos sobre los que ejerce poder directo y, además, supervisa la entrada, revisa los obsequios y autentifica personalmente la fe de sus invitados. Y, ¡Oh maravillas de la esperanza! se sorprende: ¡Cáspita! ¡Aleluya! ¡Albricias! ¡Ah, cómo me quieren! ¡Quién lo fuera a creer! El pueblo monolítico, unívoco e indefectiblemente me quiere. Qué digo me quiere, ¡me adora! ¡Me idolatra! Todos vinieron, el pueblo está aquí conmigo y el pueblo manda. ¿Y qué ordena el pueblo a sus pies? Que el universo todo gire en torno de él, que continue su tarea de transformación y reine a la diestra del padre.
Sabrá Dios qué mande realmente el pueblo, tan urgido como está. Ello es lo de menos, mientras las urgencias y depresiones haya desaparecido en él y el horizonte futuro y la medicina de su autoesperanza le vuelvan a sonreír.
Lo que hoy presume López y lo tiene tan contento, es hija de su propia maquinación de autoventa de esperanza. Nada ha cambiado para bien en su circunstancia con relación al día 26 de noviembre pasado, en todo caso habrá empeorado, pero el autoengaño funcionó y que siga la juerga hasta que el cuerpo aguante. El adicto está otra vez encendido; hoy más que nunca, aunque su enfermedad esté peor que jamás. Ya hasta está planeando las marchas de los dos próximos años.
Así las prioridades nacionales.