Por: Jafet Rodrigo Cortés Sosa
Llegaste, saludaste a todos sonriendo, diciendo un “hola” que volvía cotidiano todo; preguntaste un “¿cómo estás?”, que tus labios pronunciaron de una forma autómata, sin realmente sentirlo, sin una duda fidedigna sobre cómo estaría la otra persona; te importaba más seguir avanzando. Una voz insincera, por cortesía, te respondió de la misma forma, sin buscar realmente indagar sobre tu bienestar.
Extrañamente fue la primera vez que te cuestionaste, “¿cómo me siento?”; la primera ocasión que te interesó contestar con sinceridad. Reflexionaste sobre el ahora, buscaste acomodar aquello que sentías dentro de tu pecho; notaste que no todo estaba bien; supiste por algunos crujidos que el pasado había dejado cristales rotos que laceraban.
Te adentraste en las profundidades de ti mismo. Apuntando con la única linterna que encontraste entre sueños, buscaste darle sentido a aquello que sentías, pero la premura te empujó a objetar lo primero que vino al pensamiento, “todo bien, gracias”. Caminaste a casa pensando, tratando de formular una respuesta que signifique algo.
UNA PREGUNTA DIFÍCIL
¿Cuántas veces nos han preguntado sobre cómo estamos?, ¿cuántas veces hemos cuestionado sobre cómo están los demás?, invariablemente de la sinceridad de la persona que cuestiona, la mayoría de las veces contestamos o nos contestan con una sola palabra, “bien”, que surge como síntesis, que, de cierta forma busca ahogar lo que ocurre dentro de nosotros, acallando la reflexión sobre cómo nos sentimos. Es difícil contestar si ni siquiera nosotros tenemos claro cómo nos sentimos.
Respondemos por inercia. No damos más detalles, sólo expresamos que estamos “bien” o “muy bien”, sin abundar en detalles sobre nuestro día, que podrían describir de una mejor forma qué ocurre; acallamos emociones por miedo a que se desborden.
Por un lado, no estamos verdaderamente listos para contestar ese cuestionamiento, así que damos vuelta a la página; por otro, dudamos de la sinceridad de quien pregunta, cuestionando si en verdad querrán saber cómo nos sentimos o simplemente hablarán desde la falsedad enmascarada de cortesía. Quizás ningún interlocutor pretende llegar a esa plática desde un inicio, únicamente llegan ahí por la mecánica del momento, que empuja a preguntar y responder automáticamente.
Contestamos quizás por costumbre de que todo debe estar bien, o porque deseamos huir de la pregunta, sea o no sincera, buscar refugio en una palabra que nos dé tiempo de correr al otro lado o saltar por encima del entrevistador.
En ciertas ocasiones la pregunta sobre cómo estamos no se queda ahí, nos acompaña de vuelta a casa; se sienta con nosotros, nos obliga a que intentemos responder algo más que un simple “bien” que calla tantas cuestiones, que dicta otras sin querer hacerlo.
SINCERÁNDONOS
Nadie podría juzgarnos al respecto sin morderse la lengua, pero, siendo sinceros, ¿en verdad nos hemos preguntado cómo nos sentimos?, ¿nos hemos cuestionado si en realidad estamos bien?, y si lo hemos hecho, ¿qué tan sinceros hemos sido con nosotros mismos al contestar?, ¿mucho?, ¿poco?, ¿nada?
En ocasiones la premura nos empuja a seguir, a no detenernos para reflexionar sobre lo que estamos diciendo. Lo hacemos naturalmente, escupimos una respuesta corta que no signifique ni mucho, ni poco, sino lo suficiente para salir del aprieto. Esa ocasión precisa en la que nos interrogan sobre cómo estamos, podría servir como una invitación para llevarnos aquella pregunta a casa y tratar de contestarla en soledad, de forma sincera, para que la siguiente ocasión que nos aborden, estemos mejor preparados, y si no se requiere una respuesta profunda, por lo menos podamos estar seguros que nos encontramos bien, a secas.
Una entrega de Latitud Megalópolis para Índice Político