Guadalupe Albert
En los últimos años hemos visto y vivido el gran deterioro que se ha generado en el sistema de Salud. No se ha podido ni esconder, ni borrar del imaginario colectivo la grosera reducción de recursos que este gobierno hizo a distintos rubros del presupuesto, sin considerar que la salud es un derecho fundamental que está en la Constitución y que lo menos que merecemos los mexicanos es la certeza de tener los hospitales, los médicos especialistas, los enfermeros suficientes y preparados y los medicamentos que se requieran para nuestro bienestar. Sin salud no es posible estudiar, vivir, trabajar y contribuir al desarrollo económico familiar y nacional. ¡Sin salud no hay como ser feliz!
En este sexenio nos hemos enterado de cómo las carencias han afectado a grandes grupos sociales, pero sobre todo a los más vulnerables. Pero muchos de nosotros tenemos la narrativa de lo general, de la que nos enteramos por terceros o por los medios de comunicación.
Hoy, quiero compartir con ustedes la crónica de una amiga querida, que no es militante de ningún partido, que vive de los ingresos de su trabajo, que por la difícil situación económica por la que pasan muchas personas de la clase media en estos últimos años, tuvo que recurrir a los servicios de salud pública después de haber tenido un preinfarto. Requirió de un cateterismo, y vivió desde dentro el tormento de perseguir papeles y documentos en los entramados burocráticos para ser recibida en el Hospital de Cardiología Siglo XXI, hasta los detalles más elementales para salir adelante con su enfermedad en tiempo, sin que los retrasos tuvieran consecuencias.
El conocer desde dentro lo que significa hoy en día requerir los servicios de salud urgentes o no, es verdaderamente demoledor y de miedo.
Quinto piso.
Había ido a sacar una cita para que me viera un cardiólogo del Hospital de Cardiología Siglo XXI.
Unas semanas antes, mientras preparaba un café a media mañana, llegó sin pedir permiso un intenso dolor que me apuñaló el pecho y endureció cuello y mandíbula en un instante. ¡No! no fue un instante lo que duró. Fueron como dos minutos que se me hicieron eternos. Sabía que se trataba del corazón. Y con los antecedentes familiares que tengo, no cabía la menor duda. Mientras sentía esta opresión, al igual que con los temblores de la tierra, yo pensaba “que ya se pase, por favor, que ya se pase”. Hablaba con mi madre muerta: “¡esto fue lo que sentiste, ahora ya lo se. ¡Exactamente esto te mató!” Al cabo de unos minutos se fue pasando el dolor y yo seguía viva, a diferencia de mi madre, quien murió de un infarto fulminante mientras manejaba su auto. Pero esa es otra historia.
Con un cansancio enorme, terminé de hacer mi café (“me lo van a prohibir, seguro”, pensaba yo mientras disfrutaba cada sorbo) y llamé a mi cardiólogo, pero eran vacaciones de Pascua y no estaba en México.
Llamé entonces al seguro médico para que buscaran un cardiólogo lo más cercano posible a mi casa. Me dieron el teléfono del Dr. B. quien contestó personalmente y cuando supo por qué le hablaba, me dio cita inmediatamente.
Les avisé a una de mis hijas y a mi marido, quien salió en ese momento de la oficina para acompañarme con el Dr. B. en la calle Patriotismo. Me hizo un electro y afortunadamente no encontró daño. No fue un infarto. Lo más probable es que hubiera sido una angina de pecho o preinfarto.
Mandó a hacer un gamma grama en el hospital Dalinde, durante el cual me inyectaron una sustancia radioactiva que el corazón absorbe para revelar que tanto daño dejó la angina. Pensé que iba a explotar como una bomba atómica. Qué sensación más incómoda, desesperante y asfixiante. Me quemaba. Quedé radioactiva un par de horas más.
Tres días después me dieron el resultado: una isquemia de la región inferolateral. Esto ocurre cuando se reduce el flujo sanguíneo por una o más de las arterias coronarias. El doctor sugirió entonces hacer un cateterismo y él mismo empezó a ayudarme a conseguir hospital con sala de hemodinamia disponible. Yo busqué otra opinión.
Mi cardiólogo ya había regresado de vacaciones. Su diagnóstico y pronóstico fue igual que el primer médico.
El hijo de mi esposo es médico ortopedista, mandó mi estudio a un amigo que es cateterista del Hospital de Cardiología Siglo XXI en donde le habían hecho el cateterismo a mi marido cuando le dio el infarto hace apenas unos años. Nos ofrecieron hacérmelo siempre y cuando no estuviera inscrita en el IMSS o en el ISSSTE.
La Secretaría de Cultura había abierto una convocatoria para artistas y artesanos que quisieran inscribirse al IMSS de forma voluntaria e independiente y yo había llenado el formulario en Enero, pero no me aceptaron. Con tanto trabajo, no le di seguimiento al asunto, por lo que estaba segura de que podía yo entrar al Hospital de Cardiología Siglo XXI. Sin embargo, al buscar comprobante de no afiliación resultó que, si me habían inscrito, mas no me habían confirmado. Empezó ahí mi calvario burocrático. Desde averiguar mi número de afiliación hasta donde está la clínica que me corresponde.
Acudí entonces a mi Unidad Médica Familiar (UMF) y pensé que enloquecería con la burocracia, pero al final lo logré. Después de varias visitas; de un montón de fotostáticas; de recibir aprobación y sellos y firmas; de subir y bajar a diferentes oficinas para conseguir la autorización, bueno, hasta fui a emergencias en donde logré que finalmente me refirieran al Centro Médico.
Y volvemos al principio: llegué al hospital de Cardiología del IMSS Siglo XXI y me pareció de primera: amplio, limpio, sin multitudes. Muy diferente a mi UMF o al Hospital McGregor, también del IMSS.
Conseguí la cita con la cardióloga y al revisar mi expediente confirmó que necesito un cateterismo y cuando pregunté la fecha, contestó que en 3 o 4 meses. Le dije a la doctora: “yo en tres o cuatro meses ya no estoy aquí. Mi fatiga crónica no me daría permiso de continuar”
Decidió internarme de inmediato para que me hicieran el cateterismo en 3 o 4 días. ¡Bendito! Pensé, esto será rápido.
Hospitalización quinto piso.
IMSS Hospital de Cardiología
Sala Comunitaria
Tuve la fortuna de que me tocó ventana. Mi bata, aunque agujerada y rota era de un lindo color turquesa. Sin embargo, la buena impresión que me había causado el hospital en la planta baja desapareció en la sala de hospitalización. 30 camas no es un dato menor. Lo que más me impactó fue el ruido. El tono de voz de la enfermeras, médicos y personal. El ruido de las afanadoras. El ruido de los pacientes que escuchan música pues piensan que quizá a uno le gusta Peso Pluma. No hay civismo. No hay respeto. No hay educación. Y en los últimos años, aún menos. ¡Pobre México! Pensé.
Como todo se oía detrás de la cortina (es la única división entre camas), me enteré de la historia (clínica y de otras historias) de mi vecina de cama, la Sra. Lucy, de quien al principio solo escuchaba gemidos, una especie de pujiditos al hablar con una vocecita demasiado infantil que no correspondía a una mujer de 56 años, 1.52 cm de estatura, 95 kg, con dos infartos previos, dos cateterismos, diabética, hipertensa, con úlceras en la piel, con agua en los pulmones, daño renal severo y hemorragias nasales que le impedían respirar bien y le provocan una tos intermitente. De todo esto me enteré por las conversaciones entre médicos y enfermeras, que sin pudor repiten en voz alta todo lo que está en el expediente de la enferma. Nada en la pobre funcionaba bien. A veces lloriqueaba, pero como una infanta, haciendo pucheros. A veces se carcajeaba y decía picardías con un lenguaje muy florido. Todo en ella era escandaloso y superlativo. Exigía a enfermeras y médicos. Exigía a sus familiares y rechazaba la comida (bueno, no es que la cocina del hospital tuviera una estrella Michelin, pero ¿qué esperaba?).
Supe desde el primer día que mi vecina sería un problema.
Cuando estaba con su hija, quien también hablaba como niña chiquita, fue inevitable enterarme de sus pleitos. La hija que tenía que presentarse en su trabajo, la madre chantajeando que no podía quedarse sola. La hija traía comida para ella y a la madre se le antojaba y se enojaba. La hija hablaba por el celular bien entrada la noche, cuando ya todos habíamos apagado las luces. Su madre, profundamente dormida y roncando, no la escuchaba. Yo sí. De manera educada le pedía que bajara al volumen de su voz. Y, no, lo subía.
Al día siguiente, mi vecina recibió una visita que asumí se trataba de una testigo de Jehová, (pues lo mencionaron mucho, a Jehová, digo), quien la cuidaba con respeto y cariño y Doña Lucy automáticamente cambiaba su tono de voz y hablaba como mujer adulta. Sin estertores, sin pujidos, sin lloriqueos. Por lo que entendí se conocían no hace mucho, así que le contó algo de su vida: fue reportera. También taxista. La abandonó el esposo. Convenció a su hija que le sacara un seguro médico para prevenir por su precaria salud. Desde que se enfermó ha entrado al hospital más de diez veces. Le prohibieron la coca cola y comida grasosa. También los Gansitos. Tuvo que dejar de fumar. Pero “los doctores no saben nada”, decía. Desde finales de Enero ya no puede caminar. Sus hijos se deben hacer cargo de ella.
Tres días llevaba yo hospitalizada y me cambiaban la fecha del cateterismo diario, pues llegaban al hospital códigos azul o rojo (emergencias de vida o muerte) y había que atenderlos de inmediato. La lista de espera se recorría y posponía y prometían que ahora sí, segurito, al día siguiente, sin falta, me harían el procedimiento. Otra vez ayuno estricto y a esperar.
A la cama de mi vecina pasaban visita médicos de todas las especialidades, a toda hora. Una neumóloga le mandó un aparato para respirar mejor y todo lo rechazaba, por lo que la Neumóloga salió de su cuarto diciendo, bueno voy a ver que procede. Le mandó un aparato ultrasónico y no lo quiso usar. La doctora no volvió.
La señora estaba tan enojada que le pidió a la hija que le trajera dos tacos de la calle, ya harta de no poder comer, se los devoró con singular alegría. Pero claro, le causaron agruras y malestar estomacal.
Por fin me dieron fecha y hora del cateterismo. Sería a las 6 de la mañana siguiente. En completo ayuno logré quedarme dormida. A la 1:30 de la mañana, después de la última visita del enfermero, llegó el jefe de turno de Neumología y el empleado que instala los aparatos tan sofisticados y de tecnología de punta, a reclamar porqué la señora no lo usaba. Entraron hablando a todo volumen todos a la vez. Se armó un alboroto inaudito en el que todos gritaban, todos opinaban, la hija defendía a su madre, la madre gemía y pujaba. El médico ya desesperado dijo que iba a pedir una evaluación mental de la mujer, por lo que se sintieron agredidas madre e hija. (Yo lo hubiera hecho desde el principio. -Por las llamadas telefónicas que hacía cuando estaba sola, se entendía que su vida giraba alrededor de la enfermedad y pretendía que sus familiares y amigos también lo hicieran. Estaba indignada porque no venían a visitarla (problema no menor. Es más fácil entrar a la Casa Blanca que al Hospital). El zafarrancho terminó después de las 2 de la mañana y logré dormir hasta las 5 en que me hacían la primera toma de signos vitales y me dieron la mala noticia: otra vez se cancelaba mi procedimiento hasta nuevo aviso.
Estaba a punto de tirar la toalla pues ya no podía más con la situación: el ruido era lo peor. Me impedía pensar, concentrarme, leer. Gritos, chistes y chascarrillos del personal que ahí labora, el bip bip de aparatos que dejan de funcionar o porque se dobló el catéter o porque se acabó la solución y no hay un enfermero que venga a silenciarlo. El colchón tan viejo que tenía una hendidura en la zona lumbar que acabó con mi espalda. El dolor era tan intenso que no encontraba acomodo. Pedí un medicamento, pero como otra vez estaba en ayuno absoluto (ni agua), me negaron el analgésico. La almohada era un cojín rectangular duro, forrado de plástico verde (ideal para este clima caliente). No se abren las ventanas. No sirve el aire acondicionado. No había fundas, como tampoco había ropa de cama extra, por lo que no cambiaban diario las sábanas. A veces, si bien nos iba, les daban la vuelta. “Es de que no nos traen de ropería ni ropa de cama ni batas porque desde hace algunos años, ya no hay presupuesto para eso.” Me dijo disculpándose una enfermera.
Me había comportado serena y estoica, con la convicción de que esto me haría mejor ser humano. Pero se me llenó el jarrito y reclamé a un enfermero que me sugirió que mis familiares me trajeran mis propios medicamentos y exploté diciendo que todo lo que faltaba era culpa de un Tren Maya que se descarrila a cada rato, de un aeropuerto que nadie quiere usar y de una refinería que no nos ha dado un litro de gasolina. Se quedaron patidifusos. Su venganza fue poner discursos de Claudia Sheinbaum a todo volumen.
Finalmente, a las 10 de la mañana del cuarto día me hicieron el cateterismo en una enorme sala de hemodinamia con aparatos de primer mundo y extraordinarios doctores especialistas. Después de 20 minutos habían destapado lo destapable y luego me regresaron a cama. La 544.
Me dejaron comer. Reposo absoluto y prohibido levantar la mano por donde había entrado el catéter. La vecina seguía discutiendo, enojada, chantajeando, quejándose, hablando como menor. Pobre mujer. Y pobre de su hija y de los demás familiares. De verdad sentí lástima, pero no pude sentir compasión. Es la mujer más enferma y tóxica que he tenido cerca en mi vida.
Me dieron de alta a la mañana siguiente. Amanecí hoy en mi casa, sobre el mejor colchón, con el mejor compañero de cuarto, nadie me despertó en toda la noche. Dormí como bendita y no se quien está mas feliz, si Colocho, mi perro, o yo.
Esta mañana, mientras tomaba mi café, le mandé mis sinceras bendiciones a Doña Lucy y su familia. Me es más fácil ser compasiva ahora que ya no la tengo cerca. Ahora que ya no escucho sus gemidos, su tonito de niñita, sus maldiciones y sus quejas. Le agradezco haberme enseñado lo que pasa cuando uno no se cuida bien. Cuando hay tanto que resolver emocionalmente que solo a través de la enfermedad obtiene lo que tanto necesita: atención. No me es difícil imaginar la infancia que tuvo. La mediocridad de su educación. La falta de empatía a su alrededor. Pero ella está enfermando a todos los demás. Y de verdad, ojalá un psiquiatra le haga una evaluación y ella también aprenda. Se lo merece porque para mí fue una gran maestra, justamente el día del maestro. Qué manera tan difícil de aprender.
Bendigo también a mis doctoras, mujeres maravillosas que además de ejercer la medicina de forma profesional y admirable, son extraordinarias personas, pacientes y empáticas.
Bendigo a mi enfermero Alberto. Cuando lo vi por primera vez, creí que era un sicario. Alto de 1.85, más de 100 kg y tatuado desde los pies hasta la coronilla, inclusive la parte rapada de la cabeza! Pues el mismo Beto, con calidad humana excepcional, desobedeció las órdenes de la jefa de enfermeras quien dio la orden de que el enfermero me bañara, o al menos que estuviera en el baño mientras yo me aseaba. Beto me guiñó el ojo y me dijo en voz baja: “Te voy a esperar afuera mana, nomás por favor no te me caigas y no me acuses con mi jefa”. Luego me convertí en su terapeuta y me contó todas las broncas que tiene con su exesposa, con su padre y con la esposa actual. Espero que mi escucha le haya sido de ayuda. Me dijo que nunca, ningún paciente lo había tratado tan bonito. Me conmovió.
El personal médico y de enfermería, se saca, en promedio un 9.5. Nunca falta un prepotente, un insolente, un acomplejado o un resentido. Pero en general, aplaudo el servicio. Hacen lo que pueden con lo que tienen.
Y es que tienen muy poco. El gobierno les ha reducido el presupuesto de una manera salvaje. Se trata de una institución gubernamental donde seres humanos pretenden salvar sus vidas. Se trata de un derecho a un servicio de medicina inherente a todos los mexicanos. Seguramente tampoco en sexenios anteriores estuvo como merecemos los derechohabientes. ¡No defiendo ni al PRI ni al PAN caray! pero por lo que escuché, oí y experimenté, nunca había estado tan mal. Sabemos de sobra que no es como nos prometieron, como en Dinamarca, pero la falta de material, medicamentos y personal me confirma que estas personas con una vocación única hacen milagros.
Bendigo a mi familia, a mis amigos, a los que estuvieron dándome fuerza durante estos cuatro días en el quinto piso. Y ahora me voy a disfrutar otro café, en mi sala, junto al balcón, escuchando a Fauré y acariciando a Colochito.