El Ágora
Octavio Campos Ortiz
La narrativa oficial siempre ostenta un país paradisiaco, donde todo funciona a la perfección y hasta la pobreza se asume como una forma natural y conveniente de vida. De todos los problemas se responsabiliza al pasado y si persiste el conflicto por la ineficaz acción gubernamental se recurre al trillado argumento de la corrupción, la que supuestamente ya no existe.
Mientras tanto se ve en la estatización setentera el mecanismo ideal para que funcione la administración pública.
A diferencia del esquema utilizado durante la “Docena Trágica” (1970-1982), el nuevo emprendedor gubernamental es el instituto armado -que además pretende dar seguridad sin conseguirlo, ser agente migratorio o aduanal, distribuidor de vacunas o medicamentos y constructor de todo tipo de obra pública-, el cual ahora es hotelero, administrador de aeropuertos, puertos, ferrocarriles y línea aérea, industrial farmacéutico y almacenista de medicamentos, proveedor de bienes y servicios, entre otras funciones de hombres de negocio.
Pero nos venden la idea de que si el Estado -a través de las impolutas fuerzas armadas -, es rector de la economía se hará realidad el paraíso terrenal ofrecido por la 4T de cristalizar una verdadera justicia social y equitativo reparto de la riqueza. Tal vez no haya desarrollo, pero bastará con satisfacer algunos indicadores de bienestar, ya que las finanzas públicas subsidiarán la cada vez más generalizada pobreza.
Mientras llegan las prometidas vacas gordas que generarán los negocios en manos de militares -hay que prepararnos para administrar la abundancia-, se debe mantener el legendario sistema tributario, al César lo que es del César, y aunque la tierra prometida incluye -como lo hicieron los neoliberales-, que no habría incremento en los impuestos, la terca realidad tiene otros datos.
Con el contrato social se establecieron los gravámenes como contraparte para proporcionar agua, luz, salud, educación, vivienda, seguridad, vías de comunicación, entre otras tareas de gobierno. Por eso hay que pagar impuestos. Pero desde siempre se han disfrazado ciertos tributos para contener el descontento social y justificar los aumentos a los cigarros y los refrescos con la virtuosa idea de que se graban más esos productos para cuidar la salud de los contribuyentes.
Según su lógica, si son más caros esos artículos se desincentiva su consumo para evitar el sobrepeso de los infantes por excesivos carbohidratos, o enfermedades crónicas en adultos como la diabetes, el enfisema pulmonar, el cáncer o la cirrosis, entre otros padecimientos.
La obesidad también tiene otros factores, incluso sociales. Falaz también es el discurso sanitario y preventivo sobre el tabaquismo, ya que desde hace más de cinco años no se tiene una encuesta nacional sobre adicciones, no se sabe cuántos niños, jóvenes y adultos consumen, además de otras drogas, cigarrillos o bebidas embriagantes; si no tienen un diagnóstico científico sobre esas conductas humanas, cómo infieren que con el solo incremento tributario se inhibe su consumo.
El 70 por ciento del precio de esas mercancías se va en impuestos como los IEPS. La realidad es que los gobiernos requieren de recursos, justificados o no, para atender necesidades sociales, promover actividades políticas o electorales de manera encubierta o subsidiar los improductivos elefantes blancos sexenales.
En el caso de la gasolina sucede lo mismo, fue una promesa incumplida de campaña; no cuesta diez pesos el litro, sino casi el triple, a pesar de los subsidios.
Ello se debe a la política de un gobierno aferrado a las energías fósiles, esperanzado en el rescate de una empresa quebrada para logar la inexistente autosuficiencia y la realización de costosas obras faraónicas que no producen un litro de gasolina, por lo que no hay otro camino que la importación de hidrocarburos y endosarle al consumidor el impuesto especial para obtener recursos.
Esperemos que no se repita la fallida estatización setentera y que los empresarios militares, lejos de generar dinero, quiebren los negocios, como sucedió con las 400 empresas paraestatales en la “Docena Trágica”.
Mientras tanto, amigo lector, de corazón le deseo un venturoso 2024.