Fuera de Todo
Denise Díaz Ricárdez
La muerte de Francisco Beverido este lunes en Xalapa deja una silla vacía en muchos teatros, pero sobre todo en el de la memoria.
No hablo de la memoria institucional, esa que suele llegar tarde con homenajes burocráticos y placas polvorientas.
Hablo de esa otra memoria, la que se nos instala en el cuerpo, que se activa con una luz tenue sobre el escenario, con una voz que se proyecta sin pedir permiso, con una respiración colectiva en la penumbra del público.
Beverido era de esos que no buscaban protagonismo, pero terminaban siendo el eje invisible de todo.
En Xalapa, su presencia era una especie de brújula: silenciosa, precisa, obstinada.
No hacía ruido, hacía teatro. Que no es lo mismo.
Fundador, gestor, director, maestro. A veces, todo eso a la vez, y con el salario simbólico de la resistencia cultural.
Beverido no solo dirigía obras, dirigía también la fe de una generación que eligió quedarse cuando otros se iban. La escena veracruzana, tan frágil a veces como una escenografía de papel, encontró en él una estructura. Sin aspavientos, con la sobriedad que da el verdadero amor por el arte.
Hoy que se ha ido, no me interesa repetir su currículum ni enlistar los premios que lo reconocieron —que, por cierto, nunca estuvieron a la altura de su legado.
Me interesa pensar en las veces que un actor joven, inseguro, encontró en su mirada una afirmación.
O las veces que una idea malformada se volvió montaje porque él supo ver el núcleo antes que nadie.
Su partida, como toda muerte que duele, también obliga a mirar con honestidad el presente. ¿Quién cuida ahora del teatro en Veracruz? ¿Quién está sembrando, como él sembró? ¿Quién se atreverá a construir espacios donde lo improbable ocurra?
Porque Beverido no sólo hacía teatro, lo creaba desde la nada, con la paciencia del que sabe que el arte no es una carrera, sino una insistencia.
Tal vez su mejor obra no fue ninguna de las que dirigió. Tal vez fue esa red invisible que tejió con sus actos, con sus decisiones silenciosas, con sus gestos de generosidad, con su mágica persona.
Esa comunidad que lo llora hoy y que, sin embargo, tiene en su legado una lección que incomoda: el arte no es para vanidades ni para selfies, sino para sostener la posibilidad de otro mundo.
Francisco Beverido ya no está. Pero el teatro, si sabe escucharlo, seguirá hablando con su luz en los escenarios y el silencio de sus pasos en tantas calles de la gran Xalapa.