Por David Martín del Campo
El monstruo está ahí, ¿ahora qué hacemos con él? Su destino es la inmortalidad, acompañarnos por siempre y demostrar que los talacheros son los grandes artífices de la humanidad, no los sabios del extinto Conacyt. Sí, talachas como los mecánicos avecindados en la colonia Obrera. “¿Se le quemó el alternador?, ‘orita le conseguimos otro”.
Poco importa que el resultado sea un adefesio… un riñoncito por aquí, un hígado por allá. Si el trasplante de quirófano fue exitoso, el paciente podrá seguir circulando otros buenos añitos. Así fue la criatura imaginada por Mary Shelley en 1818, al reconstruir un nuevo ser humano con los desechos del prójimo, no importa que provengan del camposanto o de las gavetas del forense. Como si se escibiera nuevamente el Génesis, de lo que se trata es de rehacer al hombre, redivirlo, hacerlo eterno… ya sea que el cirujano se llame Christian Barnard o Herr Frankenstein. Como siempre, el resultado es lo que importa.
Luego de aquellas películas de laboratorios arrojando chispas y médicos locos serruchando cuerpos, crecimos con la idea de que Frankenstein sería el monstruo eterno de nuestras pesadillas. La sonrisa satánica que, por cierto, no acompaña al genio Guillermo del Toro, quien ha llegado para explicar que el doctor Frankenstein y su criatura están ahí para filosofar en torno a la paternidad, el bien, el mal, y la extinción de los ataúdes.
¡Ah, vivir por siempre!, aunque sea con el corazón y las tripas de otro, si de lo que se trata es de asustar al espectador, porque eso de la eternidad nos viene de lejos. Los yihadistas se entregan a la milicia con la promesa de que algún día –luego de abatidos– ingresarán al “paraíso de las 72 vírgenes”. Nosotros, ceñidos a la templanza, estamos destinados a un placer menor, consistente en la contemplación eterna del Creador. En todo caso ahí estará el doctor Frankenstein para repararnos el cuerpo. Sobrevivir para siempre con la pedacería de los que ya la diñaron. El gran arte de la talacha.
¿Quién no ha donado una bolsita de sangre en el hospital donde se restablece el buen amigo? La novela de John Irving, “La cuarta mano”, insinúa el lado monstruoso de todo transplante… al periodista Wallingford le ha comido la mano un león de circo, de manera que logra reponerla con el trasplante de otra que consigue el nosocomio… esa mano ajena que se vuelve maldita y le comienza a robar la identidad. Lo mismo que le ocurrió al buen Guillermo Mendizábal, reconocido editor, cuando en Houston le trasplantaron un hígado de 28 años luego de arruinar el suyo propio con la botella de whisky trasegadas de noche a noche.
Trasplantes, pastiches, talachas, vamos por la vida cosechando lo que nos donan los otros. Asimilamos las virtudes (o los vicios) que presenciamos, y los hacemos propios. No es tanto nuestro espíritu creativo como lo que hemos asimilado en el pizarrón o en las charlas de sobremesa. Ley de la vida eso de aprender por imitación, reproducir la imagen de los progenitores, repetir las enseñanzas de nuestros maestros. Como el Frankenstein de Del Toro reclamándole a su progenitor el abandono, la presencia horrible que le ha estampado, la necesidad de vivir junto a él y no ser abandonado más.
Monstruos de pastiche que sobran en la vida política. Los vándalos de Mussolini fueron los Camisas Negras, los de Hitler los Camisas Pardas, los de Tomás Garrido (en Tabasco) los Camisas Rojas, los fascistas de Franco eran los Camisas Azules… ahora, de aquellos deshechos, ¿qué camisa queda por vestir? Igual que el monstruo del doctor Frankenstain, demostrado por el cineasta mexicano, vamos por la vida como remiendos del pasado. Las ropa del hermano mayor heredada al que sigue, y luego al más chico. Nada es propio del todo, somos las voces de los viejos, las ideas de hace tres siglos, vino añejado.
La fijación monstruosa de Guillermo del Toro le viene de la infancia. Sus películas le han servido para exorcizar los demonios y pesadillas que le contagiaban sus tías. En el fondo, como siempre (sobra mirar las aterradoras noticias del diario), queda la pregunta obvia: ¿existe el Demonio? La película de Guillermo, y nuestro entorno, invitan a responder que sí.




