Epistolario
(Primera de dos partes)
Por Armando Rojas Arévalo
AURA: A semana y media para celebrar la Navidad y viendo con gran preocupación como este hombre que se cree mesías destruye todo a su paso y al estilo de Nerón se regocija cómo se incendia el país, hago un pequeño alto en el camino de la reflexión y el análisis político, para contarte algo de mi vida y de mis tiempos de juventud en que moría de hambre en el estómago y las ganas de ser.
Empiezo.
Para quienes me pregunten o estén interesados en saber cómo llegué aquí, a periodista, escritor y maestro de la UNAM (que no son “triunfos” para ganarse un Nóbel ni me engolosinan o me hacen sentir “non pelustra”, perdón plus ultra), solamente puedo decir que fue gracias a la Mercería del Refugio.
La historia, brevemente contada, es la siguiente:
Muy chaval, tendría 16 años de edad, salí virtualmente corriendo de mi pueblo, Arriaga. Fue una noche de diciembre en que el aire enterregado azotaba ventanas y puertas de las casas y barría las calles con fuerza estremecedora.
Había terminado la secundaria y quería, no nuevos aires porque con ésos, los de mi pueblo, estaba hasta la coronilla, sino nuevos paisajes.
¿Qué puede hacer un muchacho hambriento cuando deja el pueblo, harto de los aironazos que azotan las casas todo noviembre, todo diciembre, todo enero y casi todo febrero? Aburrido de las vacaciones, de estar siempre atrás del mostrador de la armería hasta las 8 de la noche, y de los sábados y domingos aletargados por la canícula, sin otro paseo más que las pozas del río Lagartero o la aventura de ir en bicicleta hasta donde comienza el Cerro de La Sepultura. No había más.
Las “sodas” de Don Melesio ya me habían empalagado, y los papás de mi novia, Martha, sólo me permitían verla en la sala de su casa bajo la mirada escrutadora de doña Pita; el disco de “Rosas rojas para una dama triste” que siempre ponía en la consola General Electric, para mayores señas la marca del “ojo mágico”, para hacer más romántica la velada.
Afuera, en la calle, los niños jugaban –tooodas las noches- a “Los Encantados”. “¡Una, dos y tres, ya te encontré!” gritaban azotando el bote sobre la banqueta, y después, ya en casa, tomar –toodas las noches- casi medio litro de café “negro” con la taza llena de galletas de animalitos.
Así era la vida en mi pueblo, como la de casi todos los pueblos chicos donde las señoras forman clubes para reunirse en las tardes a platicar bebiendo cervezas en la banqueta, o a jugar baraja o hacer tejido.
Eso me tenía al borde del aburrimiento por lo que decidí salir corriendo para donde fuera.
“Bajo tu propio riesgo”, me advirtió mi abuelo cuando le dije que quería irme a estudiar al D.F. y me dio 200 pesos para los primeros gastos.
Hacer el viaje en el tren al que le decían “El pollero”, era algo que se asemejaba a la locura, pues la travesía duraba tres días. Así que opté por el viaje en camión.
Fue una aventura de 16 horas en un ómnibus color verde de asientos estrechos (le decían “Los Pericos”), que hizo paradas en Juchitán, Ixtepec, Oaxaca, Zacatlán de las Manzanas y Puebla, mientras el chofer, para no dormirse al volante, escuchaba a todo volumen la “W” en su programa de “Acerina y su Danzonera” y Carlos Campos.
Las notas de ”La Paloma”, de la que muchos años pensé era creación de Lecuona, y no, es del vasco Sebastián de Yradier (“Si a tu ventana llega una paloma, trátala con cariño que es mi persona. Cuéntale tus amores bien de mi vida, corónala de flores que es cosa mía. Ay chinita que sí, ay, que dame tu amor. Ay, que vente conmigo chinita, a donde vivo yo”…) me despertaron cuando “el perico” enfilaba hacia México por la autopista, esa mañana nublada y fría de diciembre, llena de interrogantes.
A las 9 de la mañana el camión llegó a su terminal que estaba frente de la estación del ferrocarril de San Lázaro. Ahí me agarró el pánico. Nunca había estado en México y no sabía hacia dónde ir. La urbe me aplastó aquella mañana con sus vehículos, su gente que caminaba presurosa y los autobuses urbanos de donde colgaban los pasajeros tal y como lo pintaba La Familia Burrón.
Intuía que los 190 pesos que tenía en la bolsa -descontados 10 pesos para cenar- de los 200 que mi abuelo me había dado, no me alcanzarían para comer una semana completa, de a $4.30 la comida corrida. Sin saber qué hacer ni tener amigos o familiares con quienes refugiarme, abordé un camión “Roma-Mérida-Cozumel” que el taquillero de la terminal me recomendó para llegar al Zócalo, que fue el primer lugar que se me ocurrió pensar porque había escuchado mucho hablar de él en el pueblo.
Con una chamarrita que usaba en Arriaga en la temporada de aironazos, me aventuré a salir a la calle y poco faltó para quedar petrificado por el frío. ¡¡Un chavo de tierras tropicales enfrentándose al frío y a la incertidumbre, con un especie de camisa de lana que más bien parecía jerga de cocina!!
El zócalo me sacudió y me envolvió con su inmensa plancha con árboles y los tranvías amarillos. Dije “¿y ahora?”. Arrastrando mi maleta de metal amarrada con un lazo, caminé hacia la Catedral cavilando qué hacer. Como zombie. A poca distancia vi un anuncio. “Hotel Regio Amatlán”, del que había escuchado hablar por algunos viajeros de mi pueblo que llegaban ahí a hospedarse.
El hotel estaba a un lado de lo que fue la Librería Porrúa, en Guatemala y Argentina. Me impresionó la cantidad de libros que exhibía en las vitrinas que daban a la calle. Muy cerca de la Librería, los Caldos Zenón, en donde hice mi primera comida de ese día.
-No tenemos cuarto para niños –dijo el encargado del hotel al verme.
-Sólo por una noche, mientras encuentro dónde; le juro que a nadie le voy a decir –le respondí.
El viejo español adivinó que la piltrafa de chaval que tenía enfrente estaba apanicada. “Bueno, una sola noche”, advirtió.
Al otro día me levanté muy temprano, para ir a la preparatoria Uno que estaba a sólo dos cuadras del hostal, a investigar los requisitos del examen de admisión, y luego buscar trabajo. Previamente dejé encargada mi maleta metálica en la administración con el mismo viejo español.
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