Por David Martín del Campo
La culpa es del capitán Nemo. En 1871 la novela de Julio Verne subyugó a media humanidad. La historia trata de la travesía del Nautilus, un formidable submarino que anda a la caza de un monstruo marino que ha traspasado el casco de una veintena de buques, ocasionando el pánico entre las tripulaciones. Después del sueño del novelista, los submarinos se han encargado de radicar en las narraciones más sublimes, soportando siempre el acoso de las temidas “cargas de profundidad”.
El escándalo de la semana anterior fue el hundimiento, “la implosión”, del sumergible Titán, 600 millas al este de Boston, en las mismas aguas donde naufragó, un siglo atrás, el trasatlántico Titánic. Los cinco tripulantes del sumergible (que no submarino) intentaban aproximarse a los restos del legendario navío, cuando al aproximarse a los 2 mil metros de profundidad, ¡squash!, sufrió una implosión que lo redujo a una lata de cerveza aplastada. Ni más ni menos. Se suponía que la nave, cuyo casco estaba fabricado a partir de la fibra de carbón, podía resistir profundidades de 4 mil metros y más, pero algo falló.
Los submarinos son sigilosos, atacan a mansalva, están donde menos se les espera. Por culpa de ellos México se vio obligado a declarar la guerra al Eje Nazi-fascista en junio de 1942. Como se recordará, una semana atrás había sido hundido el buque cisterna Faja de Oro, de bandera mexicana, en aguas del Caribe, lo que obligó al presidente Manuel Ávila Camacho a declarar la guerra contra los comandantes de aquellos “botes U”, de indudable origen alemán.
Dato curioso fue el que descubrió el entonces embajador mexicano en Roma, Mario Moya Palencia, cuando medio siglo después del conflicto bélico buscó en Alemania a los capitanes de aquellos submarinos faenando en aguas del Golfo. Uno de ellos le confesó que atacaban los convoyes muertos de miedo, en mitad de la madrugada, apuntando al petrolero que navegaba en mitad de la hilera… que era el sitio donde singlaban “protegidos” los barcos mexicanos. Todo eso lo publicó en su muy interesante libro “Mexicanos al grito de guerra” (1994).
Otro caso de patetismo similar fue el infausto hundimiento del Kursk, que era el submarino emblemático de la desaparecida Unión Soviética. Ocurrió en agosto del año 2000, nueve después de la desintegración de la URSS histórica fundada por Lenin. El sumergible (bautizado así por la formidable batalla de Kursk, en 1943) era de la clase Oscar, de propulsión nuclear, y sufrió dos explosiones en el compartimento de torpedos de proa, ocasionando la muerte de sus 118 tripulantes. El desastre económico de la naciente Rusia heredada por Gorbachov, por lo visto, afectaba también a las instituciones de defensa naval.
Así ahora estamos viviendo la implosión del sumergible de la oposición mexicana. Con sonrisas y buenos propósitos, imaginemos a los cinco tripulantes del “Titán” mexicano –los marineros Xóchitl Gálvez, Santiago Creel, Lilly Téllez, Mauricio Vila y Claudia Ruiz Massieu– abordando el sumergible de pruebas entre los aplausos de la generosa concurrencia citada en el malecón. Ignoran la presión del insondable océano que significa el partido Morena a lo ancho del país. Creen, con la ilusión de los comodoros navegando en las novelas de Julio Verne, que serán capaces de atacar de madrugada, alzar el periscopio, apuntar al centro de flotación del partido unipersonal que navega a sus anchas, desde 2018, por el insondable piélago donde naufragaron las fragatas del PAN, del PRI, del PRD, cuyos restos reposan a 4 mil metros, como herrumbre para la arqueología en el oscuro lecho oceánico.
Ah, los tiempos en que el jovial Vicente Fox trepaba en la baranda del insumergible PAN, muy al estilo Leonardo DiCaprio, gritando a los cinco vientos: “I am the King of the world!”. Pasaría el tiempo, se descuidarían las máquinas, Neptuno impondría la ley suprema de las tormentas, y la implosión (que no explosión) sobrevendría para sepultar la ensoñación democrática. El retorno de Ulises, rezan en el muelle, sigue en suspenso.