Javier Peñalosa Castro
Sin duda, lo más valioso de la consulta emprendida por Andrés Manuel López Obrador y su gente sobre la ubicación del nuevo aeropuerto es el ejercicio mismo de la participación popular en las grandes decisiones, por más que quienes han sido hasta ahora dueños del poder y del dinero se desgañiten diciendo que no hay más alternativa que la que los beneficia, acostumbrados a pactar y transar para que se haga su voluntad. Afortunadamente, todo parece indicar que eso se acabó, y por más que se quiera convencer a la gente de que no participe, porque el ejercicio dista de ser perfecto, la gente ha respondido al llamado de AMLO y todo parece indicar que la participación será copiosa.
En lo personal, no me parece adecuada ninguna de las dos opciones planteadas para resolver la saturación del aeropuerto de la Ciudad de México. Jamás hubiera dado mi aprobación a la edificación de la faraónica obra que tiene lugar en el lecho del lago de Texcoco, pues si bien tenemos la fortuna de contar con la sabiduría y la innovación que caracteriza a los ingenieros mexicanos, a la larga será onerosísimo el costo de mantener una obra desplazada sobre un terreno que se hunde constantemente y cuyos problemas aumentan en forma exponencial al tiempo que persiste la explotación absurda del acuífero, el desecamiento de cuerpos de agua, el entubamiento de ríos y el recubrimiento de prácticamente toda la megalópolis con superficies impermeables de asfalto que hacen imposible la recarga de los mantos freáticos.
Por si estos gravísimos problemas no fueran suficientes, la cuenca hidrográfica que ocupa la ciudad de México no se da abasto para manejar las aguas negras que producimos sus millones de habitantes y que, año con año, inundan algunas de las zonas urbanas en las que habita la población con mayores carencias. Precisamente los hundimientos permanentes que ocurren en el vaso de la antigua zona lacustre hacen que las grandes obras que periódicamente se realizan queden rebasadas en plazos relativamente cortos y obligan a nuevos desembolsos millonarios en proezas de la ingeniería que sólo consiguen paliar temporalmente el problema.
Un aeropuerto como el que se construye en Texcoco, que sería complementado por nuevos desarrollos urbanos en la zona con mayores problemas, tanto para el abasto de agua potable como para el manejo de aguas negras, sólo contribuirá a agravar los problemas de la megalópolis.
Por otra parte, la construcción de dos pistas en la base militar de Santa Lucía, ciertamente contribuiría a resolver la saturación en el mediano plazo —especialmente si se invierte en el aeropuerto de Toluca para que amplíe su servicio a viajeros que se dirigen a la capital—. Y si bien no necesariamente la solución quedará rebasada en el corto plazo, sí aparentemente será temporal.
Para cuando se saturen estas instalaciones, muy probablemente los equipos aeronáuticos y la necesidad de solucionar situaciones similares en otras ciudades, permitirán el desarrollo de nuevas tecnologías que permitan hacer frente a estos problemas. En tal caso, tal vez la solución sería ubicar la terminal aérea en un emplazamiento distinto de los que actualmente se discuten. O simplemente se sigan lanzando voces de alarma ante la “inminente” saturación, como ocurre desde hace 17 años con el Aeropuerto Internacional de la ciudad de México.
Mientras ello tiene un desenlace, sólo tenemos de dos sopas: Texcoco o Santa Lucía. Ante ello, me quedo con la segunda alternativa, aun cuando la decisión signifique abandonar lo que se ha construido en Texcoco e indemnizar a los contratistas con los que existen compromisos vigentes (el cuento de la catástrofe en los mercados internacionales no me lo trago).
Y me parece la menos costosa, porque limitaría el crecimiento desordenado de la urbe hacia el oriente y permitiría paliar las amenazas al entorno, al respetarse programas como el lago Nabor Carrillo y, en el peor de los casos, evitar que se siga afectando el precario equilibrio ecológico de la zona. También la considero la menos costosa porque el apetitoso predio que ocupa el actual aeropuerto no sería presa de los insaciables desarrolladores inmobiliarios de la ciudad de México, que levantan torres de viviendas y oficinas literalmente donde les viene en gana.
Hace 17 años la opción ideal era Tizayuca, en el estado de Hidalgo. La tierra disponible ahí, las condiciones del espacio aéreo, la posibilidad de lograr un desarrollo urbano integral y potenciar diversas actividades económicas en una zona que lo necesitaba, hacían de ésta, opción como la más razonable. Era, según urbanistas, ecologistas y sociólogos, “una hoja en blanco” para los propósitos que se perseguían.
En empecinamiento de Fox, desde esa época, por llevar a cabo la obra en Texcoco, se enfrentó a los pobladores originarios de San Mateo Atenco, que terminaron por hacerlo desistir de su capricho. Sin embargo, tampoco impulsó la opción de Tizayuca, y más de tres lustros después, el desarrollo urbano de la región ha cancelado esta posibilidad que, dicho sea de paso, era totalmente compatible con el funcionamiento del actual Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México. Dicho sea de paso, ninguna catástrofe ha ocurrido por no haber construido entonces el aeropuerto en Texcoco, y nada parece indicar que ocurra ahora si se vuelve a dejar de lado esta polémica “alternativa”.