Luis Farías Mackey
Hay procesos naturales y cósmicos gobernados por fuerzas que imponen a nuestra vida una visión cíclica y automatizada: noche y día, estaciones del año, floración, invernación, etc. El statu quo, la costumbre, lo conocido crean un mundo de estabilidad, seguridad y calma. En este mundo petrificado, las civilizaciones decadentes adquieren un hálito y hábito de necesidad histórica prefijada. Por su parte, la misma egiptización (momificación del tiempo) puede llevar a un estancamiento social y político de larga duración de a veces siglos. De hecho, los espacios históricos disruptivos de plena libertad y creación suelen ser espasmódicos y, por ende, de corta duración.
Lo primero que se petrifica en la decadencia es el discurso. Éste desaparece, se hace proclama, dogma, mantra, gris paisaje y ruido. El discurso no delibera, no concluye, no llama a la acción, sólo se repite al infinito. Le habla a la emoción o a las tripas, no al espíritu.
Y la nuestra es una época hace mucho petrificada, decadente y de ruina predestinada. Su sensación es de impotencia, irresistibilidad y aceptación: no hay nada que se pueda hacer; las cosas siempre han sido así, cualquier cambio solo aumentaría nuestro dolor. Sin embargo, es precisamente lo contrario: lo conocido no entusiasma a nadie y son estos tiempos de decadencia y decaimiento los más propicios para despertar las más potentes y bellas fuerzas ocultas en la acción y pluralidad humanas. Ellas sí irresistibles.
De hecho, hay milagros humanos y laicos ajenos al ámbito religioso, entendidos no como actos de la divinidad, sino como acciones del hombre que irrumpen en el mundo cuando nadie cree que se pueda ya nada esperar. Acciones que comienzan algo nuevo y desconocido, ajeno a lo petrificado y seguro.
Este milagro humano, en su infinita improbabilidad, trae consigo “infinitas probabilidades” que interrumpen lo que se creía ininterrumpible y seguro. Hoy lo único previsible y seguro es la decadencia de todo lo conocido y el milagro humano como salvífico e irresistible.
El milagro humano no es otro que el de la libertad, que siempre se expresa en acción y en público. No hablamos de la libertad psicológica, si no de la política, que se da en la acción en un mundo intermediados en compañía de los otros: en la Polis.
Los tiranos sueñan con momias que perduren por el resto de los siglos. Hitler hablaba de un Reich de mil años, Gurría de un salinato de 25 y Noroña de una 4t de 50 años. Todos parten de un logro predestinado y petrificado. Así sea éste de ruina y decadencia, lo piensan como un proceso histórico momializado y final.
Pero su visión y sueño niegan la pluralidad en el hombre y, con ella, su libertad y capacidad de acción inherentes. Quien irrumpe en el mundo y en “sus mundos oníricos y de onanismo” es el hombre como un initium, como un nuevo comienzo de inconmensurables posibilidades, como un milagro, como libertad y como acción. Por supuesto que el hombre no es libérrimo y está sujetos a condiciones físicas, biológicas, psíquicas y sociales; hoy, además, digitales. Pero en su faceta de género viviente en plural —hombres, no hombre—, por su libertad y acción pueden configurar una realidad propia e irrumpirla de nuevo a cada nuevo instante.
En otras palabras, lo más oscuro de la noche lopezobradorista solo anuncia una pronta alborada. Un initium irruptor.