Relatos dominicales
Miguel Valera
Yo tenía 40 y ella 20. Sí, así como dice la canción y como la serie de televisión, malísima, por cierto. Ambos buscábamos algo y encontrábamos en nuestros cuerpos sosiego y apaciguamiento. Una tarde, al contemplar el ocaso en la playa de Chachalacas, fuimos a nuestros teléfonos para rastrear los sinónimos de esa palabra: calma, serenidad, tranquilidad, quietud, paz, placidez, reposo, relajación, moderación, ocio, silencio. Y sí, así nos quedamos, acurrucados, abrazados, contemplando cómo los últimos rayos del sol tocaban esta parte del mundo.
Nos quedamos dormidos hasta que los cangrejos empezaron a picotearnos los pies y las costillas. Encendimos una fogata, calentamos unas quesadillas que habíamos comprado en Cerro Gordo y un bistec envuelto en papel aluminio. No necesitábamos más que nuestros cuerpos. Ahí, encontrábamos la tranquilidad de una noche estrellada. A mí, como al viejo Carl Sagan, me gustaba pensar en la finitud del ser humano, ¿qué somos frente a la inmensidad del cosmos?
Un viernes, en la laguna de Alchichica, ese misterioso ojo de agua salada, ubicada entre los límites de Veracruz con Puebla, esperamos el atardecer y la llegada de la noche para ser testigos de las esferas de luz multicolor, brillantes, que los pobladores nos habían contado que ahí se observaban. No vimos nada. Cenamos tlacoyos que compramos en Las Vigas, nos tomamos dos botellas de vino y acabamos cubriéndonos con nuestros cuerpos, luchando contra el frío.
Al amanecer, mientras ponía café en una olla y sacaba una bolsa con cochinitos de panela que habíamos comprado en La Joya, platicamos sobre Demasiado amor, esa hermosa novela de Sara Sefchovich que cuenta la historia de dos enamorados y que en la película que protagonizaron Karina Gidi (Beatriz) y Ari Telch (Carlos), aparecen en una escena, desnudos, en esta gélida laguna. ¡Qué valor!, sentenciamos a una voz, mientras intentábamos calentar nuestros cuerpos con la tímida fogata.
A pesar de lo que vivíamos día a día, de nuestras escapadas regionales, el pasado de Anabel era un misterio para mí. Nunca me platicaba de sus padres, nunca me decía nada de su familia, era como un ángel de ensueño, que había aparecido en la historia de mi vida. Un día, de esos luminosos que nos gustaba vivir, me contó, llorando, que de niña su padre la había violado. Su madre no le creyó, el cura de su iglesia no le creyó. Tuvo una adolescencia gris y una juventud oscura. Odiaba a los hombres, odiaba a todo el mundo.
En su primera juventud tuvo un novio por aquí y otro por allá. En sus primeros encuentros amorosos encontraba paz, pero luego florecía la furia y al final todo terminaba en una locura. Lo intentó una vez y otra, pero la sombra de su padre le perseguía. Aunque él la buscó y le pidió perdón, ella le dijo que no era necesario, que desde hace mucho tiempo ya estaba muerto para ella. Así llegó a los 20 y así me encontró y nos encontramos.
Esa tarde no supe qué decir. La abracé con todas mis fuerzas y comprendí la enorme responsabilidad que tenía en mis manos. No sabía hasta dónde llegaríamos, pero tenía claro lo que esperaba de mí y no podía defraudarla. La abracé de nuevo y nos quedamos dormidos.