Rodolfo Villarreal Ríos
Había trascurrido un año desde la proclamación de su triunfo. Prometieron que las cosas cambiarían porque ellos representaban el aglutinamiento de todas las fuerzas del pueblo. Quien encabezaría aquel gobierno prometía traer felicidad, paz y prosperidad a sus súbditos. Les aseguraba que se dejarían de lado todos aquellos atavismos que los malvados del pasado impusieron sobre ese pueblo. Para alcanzar lo anterior, gozarían de cuanta libertad existiera y el gobierno los cuidaría de que nadie fuera a pervertir con ideas extrañas sus mentes candorosas. En esto último quien estaba al frente de la gobernanza contaba con fieles escuderos que habrían de apoyar la cruzada.
Existía el convencimiento total de cuán necesario era cuidar el encauzamiento correcto de aquel pueblo muy dado a desviarse del buen camino y ser víctima de promesas que lucían refulgentes, pero que al final no eran sino espejismos que los hacían apartarse de la senda del bien. Para que no quedara duda de las buenas intenciones que le animaban, envió por delante a un grupo de sus fieles con el fin de que le vendieran la necesidad de no dejarse influir por las ideas generadas por impíos. Nada que invitara a la reflexión, la verdad era una y solamente una, la del grupo en el poder. En caso de que, a usted, lector amable, le empiecen a surgir ideas y/o cuestionamientos sobre si ha sido testigo de una situación semejante, permítanos aclarar sus dudas.
Lo que aquí le narraremos es un asunto que se suscitó justo al año de que la Independencia de México fuera proclamada. Para ese momento, 27 de septiembre de 1822, habían trascurrido tres meses desde que el criollo quien se sintió noble, Agustín Cosme Damián De Iturbide y Arámburu había dejado su condición de plebeyo para convertirse en Agustín I emperador de opereta de México. Al igual que lo hacían y lo conciben todos los aspirantes a tiranos buscó la forma de impedir que la población fuera a tener acceso a otra verdad que no fuera la que él y su cacle consideraban válida. Pero no era cosa de exhibirse de buenas a primeras, era necesario que alguien o algunos, se lo solicitaran y ello ocurrió mediante una publicación, el 3 de octubre de 1822, en La Gaceta del Gobierno Imperial de México.
Ahí, se mostró que los escogidos para realizar la misión fueron los miembros del Consejo de Estado quienes tuvieron la idea brillante de proponer “Una consulta … a S[u].M[ajestad].I[lustrísima], léase Agustín, las medidas conformes a la Leyes para prohibir la introducción en el Imperio de los libros contrarios a la religión y para estorbar la venta y circulación de los ya introducidos”. Imagínese, lector amable, si los pocos que sabían leer y escribir, algo así como el dos por ciento de la población total, tenían acceso a ese tipo de publicaciones y no contentos con eso, se dedicaban a esparcir esas ideas exóticas, el acabose. Pero, eso era solamente el inicio, continuemos.
La alarma que invadía a los miembros del Consejo no se derivaba únicamente de lo que podría venir, sino de lo que ya estaba aquí. Clamaban: “La multitud de libros que atacan directamente a la santa religión católica, apostólica, romana que con diferentes títulos y escritos por diferentes autores inundan esta Corte y otros lugares del Imperio, han llamado poderosamente la atención del Consejo de Estado. En varias sesiones se ha ocupado de los medios legales que debería consultar a S[u]. M[ajestad]. Para detener el torrente de males que causará a toda la Nación la introducción y circulación de tales libros”. ¿Se imagina usted lo que era cuestionar aquello que durante tres centurias se vendió como verdad única?
Los libros a que “el Consejo se refería no eran aquellos cuya doctrina puede ser dudosa, que ocultan el veneno, o que contienen alguna proposiciones heréticas o contrarias a los dogmas; son libros notoriamente impíos, que atacan de un modo claro y directo a nuestra santa religión, que niegan su verdad, la existencia de nuestro señor Jesucristo, o que lo gradúan de un impostor, en una palabra, conspiran no sólo a destruir nuestra creencia, sino también a desmoralizar al pueblo; son libros blasfemos, impíos y subversivos, como que tratan de transformar la religión de estado”. Todo se sintetizaba en las cinco palabras finales, no querían que se les terminara el negocio del monopolio, lo demás era alegoría tal como se mostraba a continuación.
“La conservación de esta [la religión católica] con exclusión de cualquier otra es la más inestimable de las garantías que proclamó el piadoso Héroe de Iguala, [Agustín], y que unánimemente juró y abrazó la Nación entera. La Junta Soberana gubernativa ratificó esta garantía, y el Congreso Nacional Constituyente, en el mismo día de su instalación la decretó como una de las bases fundamentales de la Constitución del Estado”. No quedaba duda de que el catolicismo debería de regir las acciones de los miembros de ese imperio (¡!) Una muestra de ello la dio el piadoso Agustín cuando, embriagado por los aromas emanados de una melena rubia, un día, decidió que su esposa, Ana María Josefa Ramona De Huarte y Muñiz, le era un estorbo para continuar disfrutando de esas fragancias y la acusó de serle infiel. No se detuvo ahí, sino que falsificó un documento en dónde la dama se carteaba con un amante supuesto. Para lavar la afrenta, la mando encerrar en un convento, la piedad cristiana exhibida en pleno. Pero, dejemos asuntos al margen y volvamos al tópico central.
Para justificar la fechoría, perdón la defensa, protectora recurrían a la Ley de Imprenta del 22 de octubre de 1820, la cual “en los artículos 11 y 12 … dispone, que todos los escritos que conspiren directamente a trastornas o destruir la religión de estado serán calificados con nota de subversivos, y que esta nota de subversión se graduará según la mayor o menor tendencia que tengan a trastornarla o destruirla”. ¿Qué acaso no se había declarado la independencia el 27 de septiembre de 1821? ¿Por qué recurrir a leyes provenientes del virreinato al que se había derrotado?
Los colonizados, sin embargo, no se habían quitado el yugo y la vergüenza no era su característica, así que al momento de buscar en que apoyarse para continuar defendiendo el monopolio no tuvieron empacho en recurrir a las leyes imperantes durante los gobiernos de lo que supuestamente había fenecido. Bajo esa premisa, se preguntaban: “¿Cuáles son pues estos medios legales?”
Dado que los miembros del Consejo estaban consientes de su calidad de lacayos, perdón de súbditos, no habrían de tomar una decisión sin consultar al emperadorcito. Mencionaban “que en materia tan interesante ha ocupado al Consejo, que lamentándose estos males se ve obligado a consultar a S[u]. M[ajestad]. Con arreglo a las leyes que respeta en todo lo que conduzca al bien y la felicidad de la Nación. Para resolver esta cuestión ha parecido conveniente dividirla en otras dos y exponer los fundamentos legales acerca de cada una de ellas. Iª ¿Qué medidas podrá tomar el gobierno con arreglo a las leyes para impedir que se introduzcan al Imperio los libros contrarios a la religión?”
Para mostrar que se vivía en una nación independiente, los miembros del Consejo decidieron que la respuesta a la “…cuestión se halla resuelta terminantemente en el artículo Iº del capítulo 2º de la ley del 22 de febrero de 1813, cuyo tenor literal es el siguiente: El rey tomará todas las medidas convenientes para que no se introduzcan en el Reino por las Aduanas marítimas y fronterizas, libros, ni escritos prohibidos o que sean contrarios a la religión”. No importaba que ya ningún rey rigiera los destinos de la nación recién independizada, lo importante era colgarse de cualquier clavo ardiendo para decretar medidas prohibicionistas. Eso sí, era necesario diferenciar entre unos y otros libros.
Acorde con el Consejo de Estado, “dos son las clases de libros, cuya introducción en el Imperio debe estrechamente impedirse, a saber: los libros y escritos prohibidos y los que sean contrarios a la religión”. Los primeros son aquellos que los ordinarios Diocesanos han prohibido observando las formalidades de la ley, y de los que deben remitir una lista al gobierno, para que, siguiendo los trámites prescritos, se convierta en una Ley General del Estado. Ni al Consejo, ni al gobierno se le ha pasado la lista de los libros que hayan prohibido los MM. RR. arzobispos y RR. obispos, o sus provisores, como era de desearse, y como convendría dictar ciertas reglas en el presente caso. Porque ¿Cómo podrá formarse por el gobierno el índice de libros prohibidos, si no se sabe cuales son estos? ¿Ni cómo se harán saber a las aduanas para que cuiden que no se introduzcan en el Imperio?” ¿Así o más sumisos?
Para reafirmar lo anterior, recomendaban que el emperador de opereta, bueno ellos lo llamaban Su Majestad, “dirija una circular a los Diocesanos, encargándoles, que, observando las formalidades de la ley, procedan desde luego, su ya no lo hubieren practicado, a prohibir los escritos que merezcan serlo, y que remitan al gobierno la lista de ellos, para proceder a loa trámites ulteriores”. De esta manera, el gobiernito quedaba bien con todos, aun cuando no pudiera ocultar su condición de súbdito a una entidad externa, vaya independencia.
Por lo que se refería a los libros contrarios a la religión, “los de qué trata el Consejo, y de que al pie de esta consulta hará un índice, son no solo contrarios a la religión, sino notoriamente, impíos, blasfemos, y eminentemente subversivos, como que propenden a trastornar y destruir la religión del estado”. De nueva cuentan, el verdadero motivo por el cual estaban tan preocupados, la preservación del monopolio. Pero era necesario darle cuerpo jurídico y por ello argumentaban que “… la ley autoriza a S.M. para que dé las ordenes convenientes a fin de evitar que se introduzcan. A esta facultad no debe oponerse la razón de no estar aún clasificados por la autoridad competente tales escritos; porque ordenando la ley que el monarca tome las medidas convenientes para que no se introduzcan en el Imperio los libros o escritos prohibidos, o sean contrarios a la religión, es claro que ha dejado al gobierno la calificación de los segundos y que por consiguiente puede S. M. impedir su introducción”.
De esa manera, el criollo quien se sintió noble, Agustín Cosme Damián clamaba ser el líder de una nación independiente sujeta a lo que le indicaran los directivos de una entidad externa. Pero eso no era todo, aún quedaba por encontrar respuesta a una segunda cuestión. “Que hacer acerca de los que ya se han introducido ¿Que medios legales podrían emplearse para impedir su venta y circulación?” Todo, por supuesto, sujeto a lo que dijera la curia católica. ¿Alguna duda de que Agustín era independiente?
Acerca de esto, nos ocuparemos la semana próxima siempre y cuando usted, lector amable, lo considere adecuado. vimarisch53@hotmail.com
Añadido (25.40.137) Mañana, 5 de octubre, cumples 102 años. Hasta el sitio en el cual El Gran Arquitecto haya decidido ubicarte, vaya un recuerdo cariñoso doña Estela.
Anadido (25.40.138) Cuando sus feligreses creían que el ciudadano Robert Francis Prevost Martínez, el papa León XIV, había dejado de lado la línea de su antecesor, volvió a las andadas. Nuevamente preguntamos: ¿Cuántos son los inmigrantes sin documentación a los que ha dado alojo tras de las murallas del Estado Vaticano? ¿Eso de bendecir barras de hielo es para venderlo en cubitos y al agregarlos al whiskey se ingiera una bebida consagrada o es para demostrar que simboliza el cambio climático?
Añadido (25.40.139) Al evocarla, los narradores de la conseja del 2 de octubre hacen oídos sordos para evitar escuchar el sonido emitido por el romper las olas generadas por las aguas del Océano Pacifico y las del Golfo de América (México). Claro que muy pocos podrían aceptarlo.
Añadido (25.40.140) La flotilla esa que dizque llevaba ayuda a Gaza ya puede hermanarse con aquella parejita que llevaba, en un diablito, cajas, en donde decían transportar documentos para comprobar el fraude. Ambas no cargaban nada, todo estaba vacío. La izquierda hermanada, ayer y hoy, al momento de ofrecer nada más promesas vacuas. Claro que nunca faltan crédulos quienes gustan de comprar aire y después andan como la zarzamora arguyendo que los engañaron.