De memoria
Carlos Ferreyra
La vi aparecer por la puerta de la casa vecina en la Plazuela de La Soterraña. No pude articular sonido, me quedé turulato, ido mirando esa imagen, un Ángel caído del cielo.
Ella notó mi asombro y me saludó. No pude responder y me preguntó si los ratones me habían comido la lengua.
Moví la cabeza de un lado a otro, nuevamente sonrió e hizo un mohín con su boquita en forma de corazón, mientras agitaba la melena, entornaba los ojos de enormes pestañas negras y sacudiéndome el pelo, me dijo: eres un jovencito muy guapo si fueras mayor te pedirá matrimonio.
Me encontraba al borde de un desmayo cuando se dio la media vuelta y entró a la casa vecina yo caminaba entre nubes, sin pisar el suelo. Esa noche soñé que nos casábamos con la fastuosidad que había visto en una película del Cine Morelos.
Sabíamos de su existencia pero nunca la imaginamos en nuestro barrio. Decían y finalmente lo comprobamos, que era gran amiga del ocupante de esa casa.
Se trataba de un joven muy bonito, creo que se maquillaba discretamente y usaba ropa poco conocida por esos lares.
Era estrella de algún ballet, viajaba mucho y la casa en Morelia, modesta en apariencia, por dentro era un dechado de buen gusto.
Los varones usábamos overoles de peto, de mezclilla en el día común, de pana en días festivos.
Muestro vecino lucía pantalones pegados como de charro pero con pata de elefante. La camisa de seda, mangas amplias con puños largos ceñidos a la muñeca; delicados bordaditos casi invisibles en los bolsillo, en el pantalón uno horizontal el otro vertical
El atuendo lo remataba un chaleco tejido corto en un maternal que recuerdo decían era de bolillo.
Mientras la divina visitante permanecía en Morelia, acostumbraban tomar el sol al pardear la tarde. A ella le emocionaban esos atardeceres rojizos que tan habituales eran en la ciudad.
Con una pierna estirada y la otra en el quicio, inmóvil, ella recargaba suavemente su cabeza en un hombro mientras hacía caras graciosas mirando al frente
Los niños del barrio correteaban, recorrían la plazuela en bicicleta, con patines. Sólo uno, yo, permanecía de pie, apoyado en una banca de cantera, en un ensueño que no era habitual en un pequeño de nueve años.
Sólo sabía que se llamaba Sara, que era Estrella de cine y que haba nacido en Morelia de donde salió siendo muy pequeña.
Fue mi primer amor, un cariño infantil repleto de imágenes celestiales. Un día ya no regresó. Se fue de mi pensamiento y tampoco regresó, pero fue muy bonito mientras estuvo allí…