José Luis Parra
El río baja revuelto, pero con ruta definida. Se huele cambio. Se presiente reacomodo. Y en el horizonte, la cirugía más delicada al sistema político mexicano en décadas: la reforma electoral… aunque, más que bisturí, se prepara la motosierra.
No es que al sistema electoral le sobren virtudes. Es, más bien, que la reforma que viene no está diseñada para resolver sus defectos, sino para aprovecharlos. Desde Palacio Nacional el motor no es la democracia ni la equidad en la contienda. Es el control. La hegemonía. La poda quirúrgica del disenso.
Lo dijo la presidenta —no con todas sus letras, pero con todas sus intenciones—: se trata de hacer elecciones más baratas y eliminar los plurinominales. Que todos caminen, que todos pidan el voto casa por casa, aunque eso beneficie solo a los que ya gobiernan. Y si de paso se deshacen de Monreal y de Adán Augusto, pues qué mejor.
Nada de esto sería grave si el proyecto tuviera algo de apertura, algo de autocrítica. Pero el diseño, por sus protagonistas y por sus formas, apunta a una obra cerrada, de línea, sin espacio para la duda ni el matiz. Ni una concesión a la oposición, ni un asiento simbólico para el debate. El Plan A del caudillo, con letras chiquitas firmadas por Claudia.
Y en paralelo, otro escenario igual de turbio: la reforma judicial. Aquí el cuento es más sabroso. La ministra del pueblo, Lenia Batres, habla de acabar con la corrupción en la Corte mientras ella misma llegó con acordeón en mano y voto alineado. La guía del “cómo votar sin pensar” se convirtió en el nuevo manual de ética del oficialismo togado. Ya hasta los magistrados, como Reyes Rodríguez, se dan golpes de pecho. ¿Será por la conciencia o por los micrófonos?
La presidenta Norma Piña, aún en funciones, quiere frenar el atropello con una última jugada. ¿Sesión extraordinaria para declarar inconstitucional la nueva Corte? ¿Salto mortal con triple tirabuzón legal? Puede ser. Pero el reloj corre y el bloque mayoritario en el Congreso ya huele a Constituyente.
Y eso tiene asustados a más de uno. Porque si la reforma judicial y la electoral pasan tal como se diseñan, México no solo tendrá un nuevo sistema electoral y otra Suprema Corte: tendrá otro régimen. Sin organismos autónomos, con un INE descafeinado y con el Senado y San Lázaro como oficinas adjuntas de la Presidencia.
Ah, pero no todo es poder interno. Afuera también se mueve el tablero. El tío Sam no está encantado con la idea de una Suprema Corte domesticada, menos aún si el trueque es silencio judicial a cambio de narcos cantores en inglés. Si uno escucha bien, ya suenan los coros de Ovidio y compañía calentando la garganta para dar su testimonio “voluntario”.
Y en ese caldo espeso de poder, traiciones y reformas, los opositores siguen jugando al testimonialismo. Gritan sin eco, se indignan sin votos. Y a este paso, podrían quedarse sin partido, sin curules y, sobre todo, sin historia que los absuelva.
La cirugía está lista. Solo falta saber si el bisturí será quirúrgico o si nos van a cortar una pierna para curar una uña encarnada.