* Sólo así concibe y se concibe como cabeza del cambio, de la cuarta transformación, de una regeneración nacional que no puede ser tersa, pero no debe tornarse en implacable
Gregorio Ortega Molina
Que si AMLO es un mal portado porque no asume su papel de candidato triunfante -hoy lo declaran presidente electo- y a partir del 1° de diciembre responsable de ejercer su mandato constitucional como presidente (¿líder?) de 120 millones de mexicanos, para juntos hacer historia por medio de un movimiento de regeneración nacional.
¿De qué se extrañan columnistas, comentaristas, analistas y políticos de toda laya? En diversas entrevistas lo dejó muy claro: “no me interesa el cargo, soy líder de un movimiento social que llevará a México a su cuarta gran transformación”, y así se va a conducir, como líder y presidente, en la formación de un híbrido que puede traer serios problemas a la gobernabilidad, porque él, AMLO, también buscó la silla del águila porque quiere ser presidente como los de antes, con todo el poder posible en sus manos. Olvida que hoy, hace mucho dejó de ser ayer.
Su confrontación con el INE nos muestra su verdadera vocación: la impugnación como método, desde su actitud de líder. Lo otro es el mando y la pretendida reorganización de la República de Weimar adobada con nopales y servida con tortillas. Hoy hay más neonazis en busca del regreso, que filo comunistas añorantes del poder.
Amplia y necesaria cita de José Manuel Cuéllar Moreno, tomada de su ensayo La Revolución inconclusa, donde nos recuerda todo lo que en México dejó de ser igual:
El presidencialismo en México fue propiciado en buena medida por los constituyentes, inspirados tal vez por la idea (ya sugerida por Emilio Rabasa) de que un gobierno fuerte era en nuestro país condición necesaria para la paz y el desarrollo. El sistema presidencialista -emergido de la Constitución y perfeccionado por el partido oficial- combatió con éxito el caudillismo: se pasó de un poder legitimado por la fuerza personal, el carisma y la pistola de un hombre al poder impersonal de la investidura y la rotación burocrática de los presidentes.
Sin embargo, para 1960 el peligro del caudillismo había quedado atrás -casi no se destinaban recursos al Ejército y la familia revolucionaria se había acomodado a la maquinaria relojera del PRI-, por lo que el sistema presidencialista perdía su razón de ser y se develaba como un sistema autoritario e intransigente. La Constitución del 17 no plasmó los ideales y el espíritu de la Revolución. Sino que representó más bien su solución populista y contrarrevolucionaria…
Hay que meditar en las consecuencias de la elección que lleva al poder a un caudillo, a un líder social que no quiere el puesto, no le interesa el cargo, pero desea, enormemente, ejercerlo con todo el poder que pueda acumular, porque sólo así concibe y se concibe como cabeza del cambio, de la cuarta transformación, de una regeneración nacional que no puede ser tersa, pero no debe tornarse en implacable.
No le demos vueltas. Cambio lo habrá, ya padeceremos o disfrutaremos del modo.
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