- Se impuso la necesidad de encontrar dos personajes. Uno, el rostro, la imagen de un asesino débil, casi tonto, que no sabría ni qué onda; dos, un gatillo eficiente y discreto, al que abrir la boca le implicaría completar la sentencia que apenas purgaba
Gregorio Ortega Molina
Perplejo me dejaron durante días las confidencias compartidas ayer con usted, lector, aunque todavía no con la boca abierta, porque me niego a creer en esas teorías de la conspiración.
Para reforzar sus hipótesis, este inclemente Demonio de Sócrates pericial, refiere: “No hubo una, sino dos conspiraciones para asesinar a Colosio, además de una complicidad generalizada de todo el país”…; paso a creer, me digo, mientras lo escucho: una liderada por un grupo de ex gobernadores y un poderoso grupo empresarial, la otra por los de casa, a cuya cabeza estuvo José María Córdoba Montoya, quien ocultaba o manipulaba la información muchos meses antes a los sucesos referidos.
Los del primer grupo estuvieron interesados en descarrilar el proyecto económico neoliberal, porque sus ganancias y poder mermaron. En cuanto a la traición de los cercanos, de los próximos, a Salinas debió ocurrírsele, o debió recordar que había un compromiso previo y que, precisamente la pieza del FMI que compró a ciegas para llegar al poder, sería la encargada de recordárselo o de corregir el rumbo; todo indica que José María Córdoba Montoya realizó su cometido y, quizá, hasta se excedió.
Todo lo anterior lo escuché mientras rechacé el café americano a cambio de un exprés doble. Había que estar despierto, pues se sucedían las revelaciones, de inmediato rechazadas por mi inmarcesible incredulidad. ¿Alguien era capaz de engañar a Carlos Salinas de Gortari?
Luego escucho un soliloquio que me dobla las corvas y la razón: “Luis Donaldo Colosio cayó en las redes del miedo y la traición. Empezó a ser acusado de ser un traidor futuro y la sociedad entera se sumó a ese rumor, en el cual todos empezaron a señalarse de traidores, incluso en las columnas políticas, como la contenida con mensaje y todo en las páginas de Excélsior, firmada por Francisco Martín Moreno… Hermano, debo matarte.
¿La recuerdan?
“La debilidad política del candidato de Salinas era un secreto de Estado, y era necesario imponer el silencio, incluso por encima de la seguridad nacional y dejando en riesgo la continuidad de un proyecto que trascendió a los grupos políticos”.
Luego se impuso la necesidad de encontrar dos personajes. Uno, el rostro, la imagen de un asesino débil, casi tonto, que no sabría ni qué onda; dos, un gatillo eficiente y discreto, al que abrir la boca le implicaría completar la sentencia que apenas purgaba.
“Ahora debe quedarte claro que Mario Aburto no disparó”, me dijo, pero todavía no lo creo.
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