* Quizá el delito mayor es el de las guerras internas, entre hermanos, propiciadas por los gobiernos de esas naciones que llegan al descuartizamiento de los suyos, como sucedió en España, en México, en la Rusia zarista, en la Francia imperial, en Estados Unidos entre abolicionistas y esclavistas y, todavía peor, cuando la represión y la codicia reclaman alta cuota de sangre, como el Gulag, la ESMA, o debido a los ojos cerrados a la extorsión y la violencia de los barones de la droga
Gregorio Ortega Molina
Imposible establecer diferencias morales y éticas, legales y punibles, entre una guerra y otra. Tan sencillo como decidir que cada quien habla de la feria de acuerdo a como la disfrutó o padeció. Una vida es igual de importante que mil. La manera de morir no establece distinciones, ni la edad de las víctimas.
Las consecuencias de Hiroshima y Nagasaki son equiparables a la muerte de judíos (israelitas, hebreos) en los campos de concentración nazis, lo mismo víctimas de los experimentos de Joseph Mengele, que cremados o desnutridos. Existen videos y fotografías de los cadáveres vivos, tan dolorosos como las imágenes de los sobrevivientes de dos bombas atómicas.
La sevicia de los marines en Vietnam, los efectos del agente naranja, la defoliación, las cajas de tigre donde humillaron a los reos que simpatizaron con Ho Chi-Minh, nos dan una verdadera idea de lo que hace la violencia en el comportamiento humano, cuando aparentemente tienen carta blanca de sus gobiernos, su sociedad y sus familias, para actuar en defensa de esa idea tan confusa que es la Patria. Al menos hoy.
Todo lo anterior viene a cuento por la confrontación de posiciones ideológicas y morales que muestra el mundo -a través de las redes sociales y los medios de información- por la invasión de Rusia a Ucrania, y por la guerra de Israel contra Hamas y el yihadismo, con una víctima colateral: Gaza y los palestinos, confrontados bíblicamente con Israel desde que sonaron las trompetas para derrumbar los muros de Jericó.
Desconozco el momento histórico y las exigencias políticas, o teológicas o religiosas, en que un grupo de gobernantes acordó el término de guerra justa, tan solo para sentirse bien con ellos mismos, sin importarles que procedían, así, por encima de toda norma, toda ley, porque la vida, cualquier vida, es sagrada, y es absolutamente reprobable que mueran unos o millones, para satisfacción de egos y ambiciones de unos cuantos, muy pocos, por cierto.
Quizá el delito mayor es el de las guerras internas, entre hermanos, propiciadas por los gobiernos de esas naciones que llegan al descuartizamiento de los suyos, como sucedió en España, en México, en la Rusia zarista, en la Francia imperial, en Estados Unidos entre abolicionistas y esclavistas y, todavía peor, cuando la represión y la codicia reclaman alta cuota de sangre, como el Gulag, la ESMA, o debido a los ojos cerrados a la extorsión y la violencia de los barones de la droga.
Pareciera que el enigmático personaje de Bram Stoker anda suelto y vive eternamente. Hasta escribe y dice ¡Gracias!
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