* El oficio del poder no es sencillo. Resulta imposible establecer paradigmas que guíen a quienes quieren ser estadistas, tanto como tratar de averiguar el número de ángeles que caben en la cabeza de un alfiler
Gregorio Ortega Molina
Pudiera debatirse acerca de las virtudes y/o defectos de los dedicados al oficio del poder, de idéntica manera a como hicieron escolásticos y teólogos sobre el número de ángeles que cabían en la cabeza de un alfiler. Nunca podríamos ponernos de acuerdo.
¿De qué manera siente la sociedad la mano del gobernante en su destino y su trato? ¿Cómo inciden las consecuencias de las políticas públicas en el ánimo de los gobernados? ¿Y el rechazo o la desconfianza en el talante de los poderosos a la hora de tomar decisiones? ¿Qué es lo que más agravia a un presidente de la República, a alguien con poder casi absoluto? ¿Puede gobernarse con el agravio a cuestas?
Lo anterior viene a cuento porque el presidente constitucional de esta “violentada” nación, trajo a colación un asunto que parecía olvidado: “Asistí a la FIL, la malograda participación en la FIL que muchos recordarán porque supuestamente terminó siendo una obra, más bien una participación, en la que resultó que poco leía, lo cual no era cierto”.
Hace unos meses, en comida con los columnistas que tienen acceso a Los Pinos y sus beneficios informativos, el señor EPN habló de su lectura de la obra de Santiago Posteguillo sobre el emperador Trajano, en total cerca de tres mil páginas en tres tomos. ¿Debe un hombre que aspira a su propio nicho histórico, dedicar el tiempo de la toma de decisiones a la vida y milagros de un emperador romano? Sí, porque la lectura lo enriquece como ser humano.
En los días en que el presidente recupera un agravio olvidado, en El País Emmanuel Carrére publica un texto sobre su tocayo, Macron, y la manera en que el actual presidente francés recupera el nivel cultural que distinguía a los gobernantes galos. ¿Es necesaria una cultura humanista para gobernar con ponderación un país? ¿A qué edad debe llegarse a un nivel de aprobación personal, íntima, para considerarse preparado para ejercer el oficio de mandar? ¿El poder requiere de cultura en quien lo detenta, para no abusar?
Me atraviesan dudas de lado a lado de la reflexión, porque caigo en la cuenta, demasiado tarde, que estamos gobernados por un hombre que se vence al agravio, lo recuerda, diría casi que lo cultiva, para sacarlo inopinadamente en el discurso, como si quisiera cobrárselo, o avisar que ya lo hizo.
¿Hemos tenido presidentes cultos? ¿Lo fue José López Portillo, más preocupado por la “yoidad y otras trascendentalidades” de Don “Q” que por el gobierno de la República? Fernando M. Garza me aseguraba que JLP era un hombre del Renacimiento. Rosa Luz Alegría confiaba a sus allegados que era un hombre de luz. Así nos fue.
El oficio del poder no es sencillo. Resulta imposible establecer paradigmas que guíen a quienes quieren ser estadistas, tanto como tratar de averiguar el número de ángeles que caben en la cabeza de un alfiler.
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