- Quizá el libro más revelador de su estatura profesional y de la percepción por él desarrollada acerca de los caracteres humanos, sea la larga, sinuosa y transparente conversación sostenida con Carlos Tornero Díaz, convertida en el libro Cárceles
Gregorio Ortega Molina
El Estado todo, o casi todo, lo ha corrompido. Convirtieron la presea Belisario Domínguez en una corcholata de kermes al otorgarla a Alberto Bailleres. Entiendo la avidez de Carlos Payán por recibirla, para convertir su vida en otra gesta narrada por Laura Restrepo. Debió abstenerse.
No fue necesario que don Julio continuara vivo para tomar la decisión que su familia asumió. Él supo, desde siempre, que la relación con los gobiernos es idéntica a la del paciente con la enfermedad, sobre todo si lo que se defiende es la libertad de opinión, que en esta época de redes sociales y tiempo real adquiere mayor peso que el que cierta prensa negocia con el Estado a espaldas de la sociedad.
Con toda certeza sus hijos escucharon sus muy personales percepciones sobre algunos periodistas y cierto periodismo. Mucho de lo que puede decirse sobre ella se infiera en la lectura de sus textos largos, en las conversaciones con David Alfaro Siqueiros, en la manga y las mancuernillas de las camisas de Gustavo Díaz Ordaz, en los ojos de serpiente de Luis Echeverría Álvarez, en el Petrus de Carlos Salinas de Gortari, pero también en la foto de portada de Proceso con El Mayo Zambada, y en la manera de disfrutar sus comidas familiares, que las tuvo y a las que en alguna ocasión me convidaron, por ser el vecino de su hermana Paz.
Quizá el libro más revelador de su estatura profesional y de la percepción por él desarrollada acerca de los caracteres humanos, sea la larga, sinuosa y transparente conversación sostenida con Carlos Tornero Díaz, convertida en el libro Cárceles. Si se evocan las imágenes logradas en esa entrevista, resulta imposible que Julio Scherer García hubiese aceptado la medalla Belisario Domínguez, sobre todo después de que Emilio Gamboa Patrón la convirtió en objeto de sorna, y quizá también de escarnio.
En alguna ocasión me reclamó que me fuera al unomásuno, mi respuesta fue rápida: ¿Cuándo me abrió las páginas de Proceso, don Julio? Me respondió con la mirada. Cuando apareció El llanto del lobo su reclamo fue inmediato: ¡Nombres, don Gregorio, nombres!, lo que procedí a hacer en Crimen de Estado, y así me costó y me cuesta.
Algún domingo de 1978 junto con mi hijo Federico, acompañé a don Julio y a María al zoológico de la Ciudad de México, para después regresar a comer a casa de su hermana Paz. Los afectos nunca se rompieron, entraron en pausa, y en algún momento se reencausarán.
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